En los últimos años, se ha venido produciendo una preocupante degradación institucional, con numerosos partidos confundiendo el más que necesario decoro con rigidez que imposibilita la conexión entre la clase política y la ciudadanía. Pero se equivocan quienes crean que el deterioro institucional y la degradación de la democracia representativa se produce únicamente por el hecho de que los diputados lleven rastas o camisetas reivindicativas a la Cámara, dos hombres se den un beso en el Hemiciclo o se realicen según qué acciones reivindicativas poco ortodoxas y totalmente fuera de lugar. Es cierto que la institución siempre merece un respeto (en eso se fundamenta el orden social en el que vivimos), pero también lo es que quienes estamos dentro de ellas debemos tomárnoslas en serio. Y si la ciudadanía ha dejado mayoritariamente de confiar en las instituciones, es básicamente porque sus responsables se han encargado sistemática y eficazmente de que no quede en ellas un ápice de crédito.

Lo que ha ocurrido en los últimos días en la Asamblea de la Región de Murcia, el equivalente a nuestra Junta General del Principado de Asturias, no deja de ser un episodio más de esa labor incansable de algunos representantes públicos, destinada a hacer creer al electorado que sus votos no valen absolutamente para nada. La democracia parlamentaria se sustenta en la obtención de una mayoría en la Cámara, partiendo de la base de que todos los partidos que la forman tienen el mismo derecho a estar ahí, y, por tanto, asumiendo que todos los representantes democráticamente elegidos son legítimos por igual. Así, cuando tras unas elecciones un partido, independientemente de que sea o no el más votado, logra esa mayoría, gobierna. Sus electores, y los de los demás partidos, saben cuando van a votar que eso funciona así: que, si no hay una mayoría absoluta, habrá pactos y acuerdos. No pasa nada, es lo natural en una sociedad plural que elige a cinco, a siete, a veinte partidos para estar en el Parlamento. Es algo positivo pactar y ceder, y se equivoca radicalmente quien pretenda continuar alimentando una política de bloques y de bloqueos. La buena política es el arte de hacer concesiones para sumar voluntades.

Por eso, que una mayoría cambie a lo largo de la legislatura es algo que puede llegar a ser lógico y legítimo. Se pueden discutir las formas de llevarlo a cabo, y se podrán reprochar las motivaciones que se esconden detrás de esa decisión, pero el hecho en sí es legítimo. La ciudadanía de Murcia sabía lo que hacía al configurar así su Asamblea.

Si todo se hubiera quedado en eso, en una legítima decisión para cambiar un Gobierno de acuerdo con las reglas de juego, nada más hubiera pasado, aparte del ruido mediático inexcusable. Pero pensar que uno puede derribar un Gobierno en una comunidad autónoma sin que eso tenga sus consecuencias en otras es ser o tremendamente inocente o absolutamente incompetente. Si además la comunicación de la operación es nula y la decisión no se toma en Murcia, sino entre Moncloa y la sede nacional de Ciudadanos, el fracaso está más que asegurado. Y, en lógica correspondencia, mientras en Murcia se abrían botellas de vino, en Madrid se mascaba la tragedia.

De nuevo, y debate jurídico al margen, la cosa se podría haber quedado ahí. Al fin y al cabo, nuestra sociedad ya está acostumbrada a los sobresaltos políticos y a los especiales informativos de 18 horas. Que los representantes políticos se dediquen a juguetear con las instituciones en medio de una pandemia tampoco va a sorprender a nadie a estas alturas. Pero no: como ocurre con los bebés traviesos, cuando los políticos juegan con una cosa delicada que no saben usar, la rompen.

Tres diputados de Ciudadanos en la Asamblea de la Región de Murcia, los suficientes para garantizar el fracaso de la moción de censura, decidieron, a cambio de tres asientos en el Consejo de Gobierno, desobedecer las directrices dadas por su partido, desbaratar la moción de censura y llevar al PSOE y a Ciudadanos a hacer el más espantoso de los ridículos. Esto, que ha generado un terremoto político de primera magnitud, e independientemente de si la opción de Ciudadanos es acertada o no, se llama transfuguismo.

Conviene recordar que España cuenta con un Pacto de Estado Antitransfuguismo que firmamos dieciséis partidos políticos, y entre los que están el Partido Popular, el PSOE, Ciudadanos, Unidas Podemos, Izquierda Unida y Foro Asturias. Pacto que califica expresamente como tránsfuga a aquel representante político que desoye las directrices que legítimamente emita su partido y decida alterar las mayorías, hacer caer gobiernos o, en este caso, evitar que nazcan. Pacto que desprecia el transfuguismo como, y cito, “una forma de corrupción y una práctica antidemocrática que altera las mayorías expresadas por la ciudadanía en las urnas”.

Sin embargo, cuatro meses después de que (tras una negociación no precisamente fácil) todos estos partidos firmáramos el único acuerdo de Estado desde que gobierna Pedro Sánchez, ni una sola de las mayorías que gobiernan las comunidades autónomas, de un signo u otro, ha movido un dedo para hacerlo realidad. No se han reformado los reglamentos de las cámaras, lo que permite casos como el de la Junta General del Principado de Asturias, donde desde hace más de un año convivimos con un tránsfuga que únicamente se representa a sí mismo y a sus intereses.

La degradación institucional también es tomarse a broma los pactos y acuerdos. Está muy de moda: esta misma semana, con el Plan de Vías de Gijón, reconocía el Consejo de Gobierno en sede parlamentaria que su firma en un papel tampoco vale tanto. Degradación institucional es ignorar el principal mandato constitucional que tienen los legisladores, que es legislar. Hacer leyes, que son el reflejo de la voluntad popular expresada en las urnas, es el trabajo principal de los parlamentos. Quizás el esperpéntico caso acontecido en Murcia sirva para que los partidos políticos nos pongamos a legislar. El problema es que, como siempre, lo haremos en caliente y a rebufo, por lo que seguramente saldrá mal. Los que nos tomamos en serio las instituciones tendremos que resignarnos, como llevamos haciendo los que desde hace más de un año convivimos con un tránsfuga.