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Joaquín Rábago

El principal defensor del Estado judío

Estados Unidos llegó después que Europa a prestar un apoyo incondicional al sionismo judío: no lo hizo hasta 1967 a raíz de la guerra de los Seis Días, ganada por Israel a los árabes.

Fue entonces cuando Washington entendió que el Estado judío podía servir de freno a la influencia soviética en Oriente Medio y convertirse en su mejor ariete en una región estratégicamente importante.

Los demócratas se convirtieron a partir de entonces en los más firmes aliados de Israel, sobre todo debido a que desde el “New Deal” de Franklin D. Roosevelt, la comunidad judía, entonces especialmente liberal, votaba a ese partido.

Por el contrario, los republicanos se habían mostrado tradicionalmente más favorables a los países árabes, sin duda por sus comunes intereses petroleros.

Cuando gobernaba George Bush padre, se produjo una crisis después de que un “lobby” judío pidiera garantizar un préstamo destinado a un programa de viviendas para alojar a los judíos llegados de la URSS.

Bush no se oponía a ello, pero sí quería cerciorarse antes de que ese crédito no se aprovecharía para construir nuevas colonias en los territorios ocupados por Israel.

El jefe del Gobierno israelí, Itzhak Shamir, pidió entonces al “lobby” en cuestión, el American Israel Public Affairs Committe (AIPAC), que intensificara su cabildeo en el Congreso. Bush reaccionó airado y dijo haber escuchado que había “mil lobistas” en el Capitolio de Washington y que los había enviado un “hombrecillo”, palabras que indignaron, a su vez, a la comunidad judía estadounidense.

El entonces secretario de Estado, James Baker, empeoró las cosas cuando, en una conversación en la Casa Blanca en la que se hablaba de buscar un mayor equilibrio entre los intereses de Israel y los de los palestinos, alguien dijo que eso no iba a gustar al “lobby” judío, a lo que Baker supuestamente replicó: “¡Que se jodan! Ni siquiera nos votan”.

Alguien sopló aquellas palabras a los medios y cierta prensa sensacionalista las tergiversó al escribir que Baker había dicho “¡Que se jodan los judíos!” y no el “lobby” en cuestión (1).

Con George Bush hijo, el invasor de Irak, cambió la postura republicana a favor de Israel, aunque no tanto en relación con los judíos estadounidenses.

En realidad, en lo que más se esfuerzan últimamente los republicanos es en obtener el apoyo de los evangélicos, y hay que decir que sus esfuerzos se ven ampliamente recompensados.

Más de un 70 por ciento de los republicanos apoyan ciegamente a Donald Trump, de quien algún ideólogo de esa confesión cristiana dice que fue elegido por Dios y a quien ha llegado a comparar con el rey persa Ciro.

Así, mientras un 42 por ciento de los judíos estadounidenses considera excesivo el apoyo prestado por Trump a Israel desde la Casa Blanca, un 81 por ciento de los evangélicos le votó en las últimas elecciones, frente a sólo un 18 por ciento que lo hicieron por Joe Biden.

Ese sionismo cristiano es un fenómeno relativamente reciente, pues los evangélicos, en los estados del Sur, eran antes mayoritariamente antisemitas.

Su actual posición ciegamente proisraelí tiene que ver con su creencia de que el fin de los tiempos llegará tan pronto como todos los judíos del mundo regresen a Israel y reconozcan finalmente a Jesús como su mesías.

Mientras tanto, gobierne quien gobierne en Washington, EE UU parece haberse convertido en rehén de la política israelí, sobre todo de la de su actual primer ministro, Benjamin Netanyahu, que hace virtualmente imposible la solución de los dos Estados.

(1) Tomo estos datos de una crónica del corresponsal en EE UU del “Frankfurter Allgemeine Zeitung”

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