No es cuestión baladí la frecuente alusión de Adrián Barbón a Pedro de Silva. No se trata del primer presidente asturiano que refiere reiteradamente en sus discursos a Jovellanos o a su parentela. De hecho hubo uno que llevaba las citas de Jovino pegadas a la boca como si fuera una caries. Tal es la admiración del actual mandatario regional que no solo ha apellidado De Silva al “despacho oval” del edificio de Suárez de la Riva, sino que ayer, en presencia de la ministra de Industria, puso al abogado polígrafo –con quien la pasada semana tuve el honor y el placer de presentar el libro póstumo de artículos periodísticos de Paco Prendes Quirós– como ejemplo de presidente transformador. Y lo fue, resuelto de ánimo y de inteligencia política.
Cada líder regional aspira a pasar a la historia territorial por un motivo, aunque en ocasiones se les tuerza el timón sorpresivamente, como ocurrió a Juan Luis Rodríguez-Vigil, al que dieron petromocho por liebre. Pedro de Silva, al que ocupó desvelos el arranque de las brutales reconversiones, patentó la exitosa versión asturiana del turismo rural relacionado con la naturaleza y el paisaje.
Barbón, por su parte, muestra evidente empeño en que se le reconozca como el presidente que pilotó la pandemia del coronavirus con el menor daño humano posible, dos mil muertos que, según sus cálculos, pudieron ser “quince mil o veinte mil” de no haber insistido en el cerrojazo. Puede ocurrir que así sea, pero también corre el riesgo de ocupar páginas del porvenir como el mandatario que enterró la gran industria asturiana en un momento de obligatoria transición energética.
No es de extrañar, por tanto, que ayer reclamara a Reyes Maroto ayuda del Gobierno para enmendar el rumbo de esa travesía incierta. Barbón pidió, pero debería exigir, porque Asturias arriesga más energías en este envite que otras comunidades autónomas. La región se juega claramente su futuro, y Barbón, su presencia en los libros de historia regional.
