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Asturianas con ciencia

Más allá de las llamas

Los efectos medioambientales de los incendios

Cristina Santín Nuño es doctora en Biología por la Universidad de Oviedo (2009). En el 2011 empezó su etapa posdoctoral en el extranjero en la Universidad de Swansea (Reino Unido), en la que después pasó a ser profesora. El año pasado regresó a Asturias como investigadora Ramón y Cajal en el Instituto Mixto de Investigación en Biodiversidad (CSIC-Uniovi- Principado de Asturias). Su investigación se centra en los efectos medioambientales de los incendios. Es autora de 42 publicaciones científicas en revistas JCR.

Siempre he sido una apasionada de la naturaleza, si no que se lo pregunten a mi padre, cuando, con 10 años, no paré de hacer campaña ecologista hasta que dejó la caza. También, por aquel entonces, cada vez que veía un incendio, decía que había que coger al culpable y lanzarlo a las llamas, como ya propuso Alfonso X en el siglo XIII. Hoy, treinta años después, mi padre sigue sin cazar, pero yo he aprendido que la realidad es más compleja de lo que una niña puede comprender, que hay veces que, aunque suene raro, el fuego es positivo, incluso necesario.

Me crie en el Bierzo (León), una región que, como Asturias y el resto del noroeste de la Península ibérica, tiene una historia de incendios muy recurrentes, casi todos ellos provocados por la mano humana. Decidí estudiar Biología en Oviedo (siempre me ha tirado mucho la “tierrina”) y, ya durante mis estudios, tuve claro que quería intentar dedicarme a la investigación. Y digo intentar, porque no es una meta fácil. De hecho, es una carrera de mucho fondo, muy competitiva y con un alto grado de inestabilidad y precariedad: esa es la parte mala. ¿La buena?, el aprender constante, el comprobar que cada día tu trabajo es diferente, la colaboración y el saber que lo que haces va dirigido a intentar ayudar a la sociedad. Además, el mundo de la investigación tiene, por suerte, pocas fronteras. La internacionalización nos permite compartir conocimientos y recursos con científicos de todo el planeta. A veces, encontramos patrones globales y, otras veces, se nos muestran realidades muy diferentes, como en el caso de los incendios forestales.

No fue hasta después de mi doctorado cuando decidí dedicarme a investigar los incendios forestales y sus impactos en el medio ambiente. Para mí estos estaban muy claros, solo hace falta hacer un recorrido por el occidente de Asturias, donde muchos de nuestros montes han perdido la vegetación y el suelo, debido a décadas de incendios frecuentes. Esas laderas peladas, que podrían ser un vergel, eran, a mi modo de ver, prueba irrefutable de la maldad intrínseca de los incendios, y de los que los provocaban.

Empecé a estudiar incendios en 2011 con un contrato “Clarín” del Principado de Asturias de movilidad de doctores al extranjero. Durante estos diez años, junto con investigadores de la Universidad de Swansea (Gales, Reino Unido), he tenido la suerte de hacer trabajo de campo por todo el mundo. En los bosques canadienses he evaluado el impacto para el ciclo del carbono de incendios de altísima intensidad; en Australia he colaborado con la empresa de aguas de Sydney para intentar disminuir la contaminación de las aguas cuando las lluvias, en zonas quemadas, arrastran sedimento a los embalses; en Sudáfrica, he observado como algunos animales de la sabana (por ejemplo, las cebras) vuelven a las zonas quemadas para tomar las sales presentes en las cenizas. Durante todo este tiempo, y todos estos viajes, he descubierto que el fuego no tiene solo una cara. Es cierto que, en muchos casos, sus impactos en el medio ambiente y la sociedad son negativos, pero también hay efectos positivos. En muchos ecosistemas de todo el mundo, el fuego es un factor más del ciclo natural. Durante millones y millones de años, numerosas especies de plantas y animales se han adaptado a convivir con el fuego, algunas hasta tal punto que lo necesitan para completar su ciclo vital. El fuego, por ejemplo, contribuye al relevo generacional en algunos bosques, abriendo claros en los que los árboles jóvenes tienen más oportunidades de crecer. Hay animales que se alimentan en las zonas quemadas, como algunos pájaros carpinteros, a los que les encantan las larvas que crecen en los troncos quemados, y muchas especies de mamíferos que se alimentan de los brotes tiernos de la hierba que crece vigorosa después de los incendios. Para nuestra propia especie el fuego ha sido uno de nuestros mejores aliados durante cientos de miles de años. Fuente de luz, calor y protección, y mecanismo para cocinar los alimentos, pudiendo aprovechar así mejor las proteínas, lo que ha sido clave en la evolución de nuestro cerebro. Además, fue la primera herramienta que permitió a los humanos modificar el paisaje a gran escala, creando zonas de pastos para el ganado y fertilizando la tierra para cosechas futuras.

Aunque empecé centrada en los aspectos ambientales, llevo ya años muy interesada también en el componente humano. Porque, después de recorrer medio mundo, lo que me ha quedado claro es que la problemática del fuego es principalmente social. Y, como tal, su solución tiene que centrarse en la sociedad. No podemos aspirar a una realidad sin fuego. Eso es físicamente imposible, y más en el futuro al que nos encaminamos, con un clima más cálido y seco y una España rural menos habitada y más vegetada. A lo que sí podemos aspirar es a hacer que el fuego que predomine en nuestro paisaje sea en su versión más benévola. Tenemos el conocimiento para ello, pero todavía nos falta lo más importante, trasmitirlo correctamente a la sociedad.

Esa niña que quería echar a los incendiarios al fuego ve ahora más allá de las llamas y sabe que esa nunca podría ser la solución. Que la solución es más compleja y pasa por el entendimiento, el diálogo y la colaboración. Tarea difícil, seguro, pero una de las que más me ilusionan ahora que he vuelto a Asturias. Al fin y al cabo, como ya dije antes, una de las mejores cosas de esta profesión es ayudar a hacer este mundo mejor o, al menos, intentarlo.

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