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Francisco Sosa Wagner

Don Quijote en Barcelona

La “expulsión” del personaje de Cervantes de una plaza

En Barcelona, las fuerzas del progreso y la progresión progresista han decidido que Don Quijote de la Mancha y su escudero Sancho Panza no son dignos de decorar una plaza de esa villa que, según Cervantes, es “archivo de la cortesía”. Articulistas ha habido que han criticado al Ayuntamiento por el desagradecimiento que demuestra al escritor.

A mí me parece que se lo tiene merecido porque ¿fue acaso don Miguel de izquierdas?, ¿fue partidario del separatismo o al menos del federalismo asimétrico? Más bien, fue toda la vida un pedigüeño del favor real, un mendigo de mercedes aquí en España o en las Indias, peticiones que fundaba en sus muchos servicios a la patria. ¿Qué servicios? Cervantes se fue a luchar bajo la bandera española a la batalla de Lepanto a la que, encima, calificó como “la más alta ocasión que vieron los siglos”. ¿Y qué significó Lepanto? Pues que los turcos no pudieran entrar en Europa. ¡Con lo bien que estaríamos ahora con ellos, disfrutando de la multinacionalidad, la alianza de las civilizaciones y la transversalidad cultural! Un poco estrechos los turcos, es verdad, con los homosexuales y con las mujeres pero les hubiéramos llevado a una universidad de verano de algún partido político o sindicato del progreso progresivo y allí hubieran entrado en razón.

Con todo, la decisión de la mayoría municipal y espesa barcelonesa me hace pensar en qué diría don Quijote si pudiera enterarse de ella leyendo La Vanguardia. Imagino un discurso del siguiente tenor:

–Ya ves, amigo Sancho, honor de la escudería andada, cómo me persiguen los malandrines y follones de este territorio al que elegí venir en lugar de acudir a las justas de Zaragoza para dejar en ridículo al bellaco de Avellaneda, ese ser que tiene vacíos los aposentos de la cabeza. Ha ganado fama el tal Avellaneda pero es infame. Y si no voy en su busca para presentarle fiera y descomunal batalla es porque, si bien soy iracundo, también soy raudo en deponer la ira, como tú, Sancho, has podido comprobar en cuantas aventuras me has acompañado y en las que has podido advertir que mi brazo es más valeroso que el del señor Reinaldos de Montalbán o de ese gran tunante llamado Pandafilando de la Fosca Vista. Estos concejales y esta alcaldesa que han prohibido que cabalguemos por las calles y plazas de la villa barcelonesa forman un saco de maldades y un costal de malicias y ponen de manifiesto una vez más que en este mundo apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería. Pero sabes, por las altas caballerías que profeso, que estoy hecho a estas asperezas y a otras aun mayores. Mi dignidad, Sancho, hijo, no se profana fácilmente y menos la van a menoscabar estos gañanes, faquines, ganapanes, esportilleros y belitres.

Sancho le contestó:

–Sosiéguese vuestra merced por Dios que es solo una chiquillada de estas gentes que nada saben de achaques de caballeros andantes, hacerles caso sería como dar coces contra el aguijón.

–Buenas razones tienes, Sancho, que me place verte recio ante este desaire y no como te has mostrado en otras ocasiones en las que, en lugar de escudero del más aguerrido caballero andante, has sido corazón de mantequilla y ratón casero. De mí sé decir que no hay mago, ni moro encantado, ni nigromante, ni endriago ni vestiglo que logre arruinar mi determinación porque la suerte me la podrán quitar los encantadores pero el ánimo y el coraje no me faltarán jamás.

–Ya sabe vuesa merced –contestó Sancho– que a buen pagador no le duelen prendas y que en casa llena presto se guisa la cena.

–¿Y qué tienen que ver estos refranes, malandante escudero, corazón de alcornoque, con lo que nos han hecho los traidores, bergantes y malcriados de este Ayuntamiento? Pero abandonemos esta tierra y cabalguemos hacia un prado donde haya bizarras pastoras y churumbeles y gaitas y tamboriles que nos alegren los oídos.

Y hacia allá se marcharon consciente don Quijote de que no hay agasajos si lo que se busca es un asiento en la inmortalidad.

–Yo puedo, concluyó el de la Triste Figura, estar agraviado pero no afrentado.

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