Lo supernatural no puede ser vencido por la tecnología, y por eso esta mañana lo volví a buscar en “El libro de los seres imaginarios” de Borges. Allí me reencontré con los Animales esféricos (entre ellos, los bienaventurados, que resucitan en forma de esferas), un animal soñado por Kafka (“suelo tener la impresión de que el animal quiere amaestrarme”, teme el escribidor de Praga), el Devorador de las Sombras (el equivalente para los egipcios de los demonios tibetanos, que ofician de furiosos verdugos), los Sátiros, los Silfos (que ocupan un lugar intermedio entre los seres materiales y los inmateriales) y las Sirenas. Pero no estaba el que buscaba. Y era un signo de mal presagio que no estuviese allí.

Tampoco lo encontré en “La mitología asturiana de Constantino Cabal”. Donde permanecen los Busgosos –monstruos parecidos a los faunos con patas y cola, pero con el resto del cuerpo como el de los cristianos–, el Xanu de los tesoros (y la piedra con la inscripción: el que la vuelta me diere, buena fortuna tuviere), la lagartija (que no habla, pero entiende muy bien lo que le hablan). En esa recopilación sistemática, Cabal nos explica que en el pasado la única medicina valedera estaba en tratar con los espíritus, para alejarlos del enfermo. Y que el método más antiguo de lograrlo, lo que el autor presupone que es la primera medicina, era sin duda el sacrificio de otro hombre.

No lo hallé entre los magos y hechiceros de “Las mil y una noches” (lo busqué con paciencia, pero Alah es más sabio, generoso, prudente y poderoso), ni en las odas nórdicas (no lo vio Odín cuando disfrazado viajó a la Tierra). No consta en las frondosas ramas de la mitología grecolatina ni en la circular metafísica hindú. No hay rastro de su historia en los anales de las religiones precolombinas, donde un dios llamado Huracán destrozaba los barcos de los colonizadores.

Terminada mi búsqueda bibliográfica, en pocos pero doctos libros, tuve que concluir que este monstruo podía ser real. Había pruebas de que existía en otros tratados e índices. En uno llamado VIRAL el escritor lo menciona con la no tan oscura intención de exorcizarlo. Tenemos que aceptar que desde la díscola década de los sesenta sabemos de él, aunque desconocíamos –o decidimos ignorar o quitarle importancia o habíamos olvidado, que todo viene a ser lo mismo– sus malas intenciones.

Tiene cabeza de serpiente y con ella hincha y estrangula las amígdalas. Su larga cola quebranta articulaciones de día y ambiciones de noche. Ni la mente ni el alma escapan a su mirada acusadora: el demonio invisible e inimaginable, del que nunca oyeron ni Borges ni Cabal, se inmola ardiente en la tráquea y golpea el pecho al ritmo del mea culpa.

Después de tatuar tres veces el conjuro en la región deltoidea y de convertir un trozo de papel en mi segunda barba azul, de llevar vida de eremita en un laboratorio estéril, hoy, siete horas antes de tomar un avión para pasar las Fiestas en España, he dado positivo. Y aquí me han anclado, abandonado a la tierra y a mi huerto, prohibida la compañía de los vivos y escuchando con los ojos a los muertos.