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Javier Junceda

Asturias andina

Los lazos que unen al Principado con Perú

A pocas cuadras de la plaza de armas de Trujillo, centro neurálgico de la tercera ciudad peruana, sentaron sus reales hace décadas un puñado de asturianos. Como sucede en tantas otras localidades americanas, bautizaron de inmediato sus negocios con nuestros topónimos, tratando de mitigar la profunda nostalgia del lejano terruño. Desde entonces, sorprende al viajero que visita esta histórica capital que a nueve mil kilómetros de distancia del Principado existan establecimientos de hostelería rotulados como Asturias y Oviedo, además colindantes en la principal zona peatonal. Y que continúen año tras año sirviendo a sus comensales deliciosos menús entre cuadros de láminas de LA NUEVA ESPAÑA y escudos con la Cruz de la Victoria. O despachando ron de Cartavio, una hacienda adquirida a finales del dieciocho por un noble previsiblemente originario del pueblo coañés del mismo nombre. Quico Díaz es el último de aquellos pioneros ovetenses, llegado al Perú cuando apenas contaba cuatro años. Aunque las familias fundadoras de estos restaurantes o cafés hayan desaparecido, allí sigue viva la llama de lo asturiano como el primer día.

La huella de nuestros religiosos es igualmente intensa en los cuatro puntos cardinales de la que fuera tierra del Inca. Han entregado su vida en selvas impenetrables, aplicando el evangelio en su día a día, o en las populosas urbes, donde se hace tan necesaria esa tarea pastoral. El belmontino padre Álvarez, Apaktone o “papá anciano” para las tribus amazónicas con las que convivió cincuenta y tres largos años, ya va camino de los altares. Y seguro que pronto ira también otra dominica, María Estrella del Carmen Valcárcel, de Campomanes, una santa como la copa de un pino conocida popularmente como Madre Covadonga por los ayacuchanos más desfavorecidos, a los que dedicó medio siglo de existencia en condiciones precarias. Por no citar al jesuita ovetense Ramón Castejón, sacerdote en el Convento de San Pedro en el cercado de Lima, o a su naviego compañero de fatigas Fermín Campoamor, que gastó sus días entre los indígenas del norte peruano, luchando por sus derechos. O, en fin, a Juan José Ungidos, dominico de Figaredo y autor prolífico, del santuario de santa Rosa, en la avenida Tacna de la Ciudad de los Reyes.

Esta intensa relación astur-peruana no se acaba en aquí. El ovetense José Fernando de Abascal llegó a ser Virrey, y primer marqués de la Concordia Española del Perú por su contribución a la paz en su mandato. El cabraniego Gonzalo Díaz de Piñera acompañó a Pizarro en su conquista, ayudando a capturar a Atahualpa y explorando el país de la canela, como nos ha contado José María Fernández Díaz-Formentí. El jurista de Oviedo Juan Hevia Bolaños redactó en Lima, donde murió pobre y sin descendencia, la obra de derecho procesal y mercantil más reimpresa y estudiada hasta el diecinueve, su “Curia Filipica”, como detalla su biógrafo Pérez de Castro. Y Álvaro de Navia Bolaño y Moscoso, unas de las figuras judiciales de América, afianzó su prestigio en las Audiencias peruanas, al igual que Álvaro Bernaldo de Quirós y Benavides, de Olloniego, entre otros muchos. Hasta Ramón Pérez de Ayala emigró a Lima tras la Guerra Civil española.

Como se puede advertir, los lazos que unen al Principado con Perú hunden su raíz en la historia pero se mantienen vivos con el paso del tiempo. Decenas de asturianos fueron atrapados allí el pasado siglo por la fiebre del caucho, o lo son hoy por sus inconmensurables reservas minerales, unas de las principales del planeta. Empresas asturianas de diversos sectores han trabajado o trabajan ahora en aquellas costas, como han empezado a hacer aquí capitales peruanos y llevan años haciendo numerosos marineros enrolados en nuestra flota pesquera.

Desde luego, por pasado, presente y futuro, la Asturias andina o el Perú astur bien merecen la mayor de nuestras consideraciones.

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