La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Ricardo Menéndez Salmón

Luxemburgo es un estado mental

Acerca del uso indiscriminado de la confidencialidad

En cierta ocasión me abordó en Ciudad de México uno de esos vagabundos que, a fuerza de soledad y tristeza, conversan con el aire de la calle. Educado y muy serio, el hombre me dijo: “Hay fragmentos de realidad que no existen. Sucede con ciertos países. Luxemburgo, por ejemplo. ¿Conoce usted a alguien que haya estado en Luxemburgo? ¿Conoce usted a algún luxemburgués? ¿Posee usted alguna prueba física, palpable, por pequeña que sea, de que Luxemburgo es algo más que un estado mental?”. Aquellas palabras me acompañan desde entonces. La realidad no existe. Es una construcción de la conciencia. La realidad es un mal viaje, un ácido chungo. La realidad es un lugar clandestino.

La incomodidad que la realidad provoca hace que a menudo queramos huir de ella. Podemos hacerlo a través de las drogas, gracias a las ficciones literarias o empleando la diplomacia de la mentira. Un modo eficaz para evadirse de la realidad es volverla opaca, al modo en que los jerarcas de 1984, la obra capital de Orwell, reordenaban el relato de lo sucedido mediante la reescritura interesada del pasado. En su búsqueda de un constante equilibrio entre beneficio y supervivencia, la política sabe mucho de ese juego que consiste en sustraer a los ciudadanos el hecho efectivo de que Luxemburgo sí existe, de que es un lugar en los mapas, en el tiempo y en el espacio, incluso en los documentos legales.

Hoy sabemos que una empresa multinacional, con domicilio fiscal en Luxemburgo, firmó en enero de 2021 un contrato de confidencialidad con dos sociedades de las que el Principado es el mayor accionista, contrato en el que se precisaban una serie de cláusulas que, a efectos prácticos, blindaban a la empresa ante una circunstancia tan prosaica como que un particular cualquiera, sin ir más lejos alguien llamado Ricardo Menéndez Salmón, pudiese acceder a la información en virtud de la cual dicha multinacional negociaba su asentamiento en Asturias en suelos de promoción pública.

El uso indiscriminado de la confidencialidad, que atenta no sólo contra el espíritu sino contra la letra de la Ley de Transparencia, Buen Gobierno y Grupos de Interés del Principado, es una pésima noticia para los derechos de los asturianos y una magnífica noticia para las empresas que tutelan nuestra tierra e incluso educan nuestro deseo, pues demuestra que no hay peor indefensión que la indefensión aprendida, y que no hay ofensa más lesiva que la ofensa consentida.

En una época en la que la verdad pierde legitimidad a pasos agigantados, y en la que el escenario político dibuja el imparable ascenso de los discursos del miedo, el odio y la exclusión, la fortaleza de la democracia se debilita cada vez que los poderes públicos se humillan ante las corporaciones y claudican ante el sacrosanto triángulo que cualquier zaibatsu contemporánea aspira a construir: control, consumo y complacencia. Amparar esa lógica en nombre de unos supuestos beneficios económicos para el territorio, sin duda discutibles viendo la lógica laboral manchesteriana de la multinacional que nos ocupa, es descorazonador y vergonzante, pero no querría pecar de adanismo y que se me dijera, como a los niños cuando descubren ciertas miserias familiares, si es que acaso no sabía de qué iba todo esto.

Y sí, lo sé. Por supuesto que lo sé. Pero también sé que ningún contrato puede obligarme a ser cómplice de un abuso. Porque como las historias y la Historia me han enseñado, en lo pequeño y en lo grande, en lo personal y en lo colectivo, callar es un delito tan grave como consentir.

Quien tenga oídos, oiga.

Compartir el artículo

stats