Opinión

Juan Ramón Lucas

Después de todo, gracias, maestro

Si uno se toma la molestia de comparar los debates serenos y consistentes que hilaba José Luis Balbín, con el griterío insustancial y la pobreza de argumentos con los que se suelen resolver los debates contemporáneos, incluso en la política, alcanzará a ver la dimensión de lo que hemos perdido.

Podría con ello uno dejarse llevar por la nostalgia de aquella tele, pero, como bien me apunta mi inteligente amigo Edu Galán, admirador también entregado de Don José Luis, caer en la nostalgia es sumergirse en el error de pensar que el mundo sigue siendo el mismo y lo que se ha movido es aquello que nos enriquecía y nos hacía vibrar.

Ni España, ni Europa, ni el periodismo ni la comunicación tienen nada que ver con aquellos escenarios en los que algunos empezábamos a movernos en la profesión, del mismo modo que los ascensores supersónicos que cubren en segundos distancias kilométricas en torres imposibles, se parecen en nada al continuo que había que tomar al asalto para ascender a la redacción del diario “Pueblo”, mancheta bajo la que tuve el honor de publicar, como Don José Luis en su día.

Un programa como el suyo hoy no sería ni planteable como proyecto en cualquier televisión privada o plataforma alguna, pero en aquel tiempo sirvió para repensar la realidad de España, abrirla al debate democrático e influir en un par de generaciones de periodistas que hemos intentado mantener, al menos en espíritu, lo que aprendimos de tolerancia e independencia. Porque esas eran las armas de “La Clave”, las proteínas celulares de aquel periodismo que empezaba en aquel país que despertaba de la dictadura. De hecho, tengo cierta memoria de que del mismo modo que escuchar a Ónega en “Hora 25” alimentó mi afición al oficio de informar, la admirada contemplación de “La Clave”, con película y debate, como parte de la rutina semanal de los Lucas, me despertó el interés por confrontar opiniones, por discutir sin gritar, por debatir para crecer.

Algunos años después conocí al maestro, me honró con su afecto y respeto profesional, y hasta llegamos a ser vecinos durante un tiempo, aunque entonces no hablásemos mucho, y nos viéramos más por Asturias que puerta con puerta en Pozuelo.

Tengo vivo y me ha vuelto estos días una y otra vez el recuerdo de una velada inolvidable que empezó siendo aperitivo, continuó en almuerzo, trasegó a sobremesa y terminó en cena de altura, todo en el “Llar de Viri”, en San Román de Candamo. Ay, Viri, cuánto nos has hecho gozar. Presentes aquel día, entre otros, Sandra Ibarra, Julia, José Luis Balbín, Jerónimo Granda y una guitarra, que no recuerdo si llevaba él o apareció de entre los fogones para no desaparecer hasta la madrugada.

Hablamos, comimos, reímos, cantamos –sobre todo, Jerónimo que en la distancia corta no es que gane, es que es Dios– y entre todos dimos un repaso al mundo y a quien lo desgobierna que me aportó a la saca de la sabiduría mucho más que la media docena de lecciones magistrales que uno pudiera imaginarse en la mejor universidad de la calle y de la vida. Mi gran aliento para abrazar esta maldita profesión que amas y odias según te vaya el día, fue además guía para mirar al mundo desde la perspectiva a que invitan los tertulianos más elevados.

Desde su casa de Cudillero se veía el mar y se sentía Asturias.

Me llegó su muerte como la quemadura inesperada del aceite que sabes que puede saltar pero nunca crees que te alcance. El pellizco me encontró trabajando, en el ejercicio de la tarea en la que él había sido maestro, en la tele y en la radio.

Hoy puedo despedirle en las páginas de este diario tan nuestro, tan suyo. No deja de ser un honor inmerecido, al mismo tiempo que una oportunidad para dejar sobre el papel el testimonio eterno de admiración, afecto y gratitud que le debo a José Luis Balbín, y que ahora no estoy seguro de haberle dejado dicho como me hubiera gustado. O quizá sí, pero en ese momento me estaría pidiendo un culín mientras empezábamos a disfrutar de otra copla del maestro Granda.

Suscríbete para seguir leyendo