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Inmaculada González-Carbajal García

Un cáncer llamado miseria

Millones de personas mueren en el mundo como consecuencia del egoísmo y la avaricia de una minoría

Hay un cáncer del que nadie habla y que se lleva por delante cientos de miles de vidas humanas: la miseria.

La miseria es una enfermedad de la humanidad, que campea a sus anchas en demasiados lugares de esta casa común que es la tierra. Acaba, literalmente, con la vida de muchas personas, pero a todo aquel que le afecta, le condiciona la existencia de múltiples formas: algunos, teniendo que buscar cada día el sustento para satisfacer mínimamente el hambre; otros, asumiendo que no podrán desarrollar sus capacidades o sus anhelos en cuestiones básicas, porque en estos contextos los sueños están descartados; otros, sobrellevando las consecuencias de situaciones que, en entornos desarrollados, son fácilmente solucionables, pero que cuando se dan en circunstancias de miseria, provocan efectos devastadores.

La miseria no es natural, no es una condición de la naturaleza, porque ésta siempre es pródiga y abundante; es algo generado por el hombre, por su egoísmo en unos casos, por la avaricia en otros, por el desinterés de la mayoría, y con todo ello, se construye una situación de injusticia global en la que una décima parte de la población mundial está atrapada. Y en este tiempo de nuestra historia común, con todo el desarrollo que hemos alcanzado en algunos aspectos, creo que sería posible otro reparto de los recursos y otra responsabilidad global para ocuparnos de esta enfermedad mortal para millones de seres humanos y que, de diferentes maneras, limita la vida de todo aquel que la padece.

Debería molestarnos la miseria por lo que provoca de sufrimiento a quien la padece y debería hablarse más de ella para que fuéramos conscientes de que es algo contra lo que deberíamos luchar, como se lucha contra algunas enfermedades que acaban con la vida de las personas. Además, porque en este mundo global, donde todo está profundamente relacionado, nuestro modelo de vida y el derroche que lo sostiene en muchos sentidos contribuyen indirectamente a la situación de penuria y miseria de muchos cientos de miles de personas.

La miseria roba la infancia de los niños y niñas que, muchas veces, ni siquiera saben qué significa ser niño, porque sus vidas están condicionadas por el hambre y la enfermedad, y por la necesidad de proporcionar ayuda a la familia para buscar cada día algo para comer o, simplemente, agua para beber, porque todo esto forma parte de la miseria, también el acceso al agua potable.

Y para ponerle rostro a esto de lo que hablo os voy a contar la historia real de un niño. Nació en una pequeña aldea a unos 70 Kms. de Kinshasa. Se llama "Ça va bien" (en francés, "va bien"), un nombre que, en su caso, además de curioso, resulta irónico. Tiene unos 9 o 10 años, quizás ni él mismo lo sepa, porque aquí muchos niños no saben cuándo es su cumpleaños. Ça va bien lleva la mayor parte de su vida, desde que dejó de ser un bebé, en una silla de plástico azul, donde pasa el tiempo infinito de cada día; en ella hace sus necesidades y vive, no sé si esperando un milagro. Me resulta difícil comprender su paciencia y su estar. Nació con pie equino bilateral, una anomalía que, en nuestro entorno, tiene solución, pero que aquí es muy complicado si eres hijo de la miseria. Para mantenerse bien en su habitáculo, el pequeño mantiene las piernas cruzadas, lo que le provoca otro problema añadido: limitación en el movimiento de la rodilla y pérdida de musculatura en la pierna. Cuando vi al niño, estaba solo en una esquina protegida del sol. No puede caminar; ir al colegio es impensable, porque tampoco lo hay en su aldea. No puede correr, no puede jugar con otros niños y presenta signos de descuido en otros aspectos, como, por ejemplo, la higiene. Su madre quizás estaba trabajando en el campo, intentando arrancarle a la tierra algo para poder darle de comer a él y a toda la familia.

La mirada triste del pequeño te taladra el corazón y, sin que él mismo sea consciente, cuestiona muchas cosas sobre nuestra forma de vida, nuestros valores y, sobre todo, nuestro olvido sobre estos niños que sufren las consecuencias de esta lacra contra la que deberíamos luchar conjuntamente, porque no deberíamos ser completamente felices mientras millones de personas mueren de este cáncer que no es incurable en el momento actual, porque hay medios y recursos para combatirlo, sólo falta la voluntad para hacerlo y el deseo de no olvidar a quienes la padecen en cualquier lugar del mundo.

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