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Gabino Busto Hevia

¡Nació otra vez!

Lola Hevia y las cerámicas

Entre las artes aplicadas que fascinaban a mi madre, Lola Hevia, la cerámica doméstica tenía una consideración muy destacada. En este hecho, no deja de resultar llamativa la procedencia de sus padres, esto es, mis abuelos: Josefa Fuente y Gabino Hevia. La primera, natural de Faro, uno de los centros alfareros más importantes de Asturias; y el segundo, nativo de La Peñasca, núcleo cercano a Vega de Poja, otro centro cerámico asturiano de primer orden. A esta curiosa circunstancia habría que añadir la atención, el mimo y el tiempo que dedicaba mi madre a la cocina, y por ende, a los cacharros de ese ámbito. Vajillas, juegos de café, té y chocolate, junto a numerosas piezas aisladas –cuencos, botijos, jarras, etcétera–, conformaban el universo cerámico de mi madre. Con esas cerámicas resolvía muchas exigencias del trabajo culinario, al tiempo en que se deleitaba con sus formas y colores.

Ya fuera la sencilla y blanca vajilla de loza, utilizada de ordinario, o la decorada con motivos vegetales y reservada para las fechas señaladas, esos servicios de mesa constituían para mi madre hechizantes obras de arte. La vajilla habitual, sometida a un uso intensivo y, por tanto, afectada por mayores deterioros y pérdidas, acabó siendo con el paso de los años un conjunto heterogéneo de productos de las fábricas La Asturiana, San Claudio y La Cartuja. La otra, de la marca española Porzelanit, llegó mucho más entera al presente. Idéntica circunstancia preservó el juego de café de porcelana de Limoges –un regalo de boda de mis padres–, utilizado en eventos familiares extraordinarios. En la misma línea, el raro Juego de café Sèvres, de la mencionada fábrica de San Claudio, constituía otro tesoro para mi madre. Lo había heredado, incompleto, de unos tíos de Siero, propietarios de un cortixu o curtiduría, y en sus manos rebasó la centuria. Las piezas supervivientes de ese conjunto, con unos bajorrelieves modernistas, combinados con decoraciones fitomórficas, formaron parte de la exposición "La Fábrica de Loza de San Claudio (1901-1966)", celebrada en Oviedo del 16 de marzo al 30 de abril de 1994, y, aunque en el catálogo de la muestra soy yo quien figura como colaborador, en realidad, fue Lola quien hizo posible la prestación de esas lozas, hasta entonces inéditas para los especialistas.

Algunas cerámicas resultaron rotundamente icónicas para mi madre. Por ejemplo, un cuenco decimonónico de Talavera, encantadoramente lañado; un botijo, seguramente talaverano también, decorado con unos margaritones azules sobre fondo blanco, prueba de su función ornamental –aunque, a veces, fuera empleado también para beber–; antiguos platos con estampaciones calcográficas, tazas, teteras, soperas, botes y otras interesantes creaciones –algunas de carácter decorativo–, omitidas aquí para allanar la cavilación de los chismosos.

Las cerámicas tradicionales, que yo mismo fui llevando a casa, procedentes de alfares asturianos o de otros núcleos españoles –de Galicia a Canarias–, apasionaban igualmente a mi madre.

No es extraño que la familiaridad mantenida con todas estas cerámicas haya repercutido en mi interés por esa sección de las artes del fuego, así como en mi vocación por la historia, la historia del arte y la arqueología.

Numerosas parientes y amigas de Lola tenían también sus piezas de barro, loza y porcelana, pero debo decir que sin el entusiasmo que esos objetos provocaban en mi madre. Una prueba de ello es que ella, a diferencia de esas comadres, fue algo más allá, como solía, y emprendió –sin alharacas, sin proclamas, sin pretensiones–, una pequeña colección de jarritas o xarrines de barro cocido. Esas modestísimas piezas de alfarería, que conseguía en el transcurso de algunas excursiones –con la colaboración de mi padre–, presidieron su cocina hasta el fin de sus días. Mi madre disfrutaba de la belleza de esos sencillos y cándidos barros y, a través de ellos, celebraba su admiración por lo humilde y lo popular.

Al recordar todo esto, comprendo mucho mejor su angustia cuando alguna de sus queridas cerámicas se escurría accidentalmente en el transcurso de lavados o reinstalaciones y recibía algún pequeño roce o golpe. Entonces, mi madre liberaba su zozobra con aquella expresiva y alentadora exclamación: "¡Nació otra vez!".

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