El Papa punk

Enseñanzas de Ratzinger desde la biblioteca del Fontán

Pablo Luis Álvarez

Pablo Luis Álvarez

Dos veces hubo que me vi con veintipocos de vuelta en Oviedo en casa de mi madre sin rumbo y midiendo arena. Si la primera fue un regreso de Madrid que no supe ver venir, la segunda pensé que iba a ser una especie de descanso estival-valleinclanesco en el que me dedicaría a escribir una tesina sobre George Eliot y a no pegar sello en la playa para luego volverme a Londres. Al final, hubo más playa que literatura y el precio resultó ser que no me fui a ningún sitio. Aquel año varado en mi ciudad me sirvió para obligarme a leer aquellos textos que nunca había tenido tiempo de estudiar y de los que pensaba que tenía que tener noción. En el diseño de este programa de estudios de soledad participaron muchos elementos: parte importantísima fueron las estanterías de la biblioteca del Fontán, a la que me gustaba mucho ir y donde a veces el encuentro fortuito con un libro inesperado me hacía tomarlo y leerlo. Y un buen día, a la vista del usuario, esto: "Curso de Teología Dogmática", de Johann Auer y Joseph Ratzinger– ¡ay, omaíta!–. Nosecuantos tomos, título pepino y sobrecubierta chula, ¿quién se iba a resistir?

Decir que los leí todos sería de un bochorno intelectual terrible; probablemente leí medio. Pero lo que aprendí de Ratzinger, entonces ya Benedicto XVI, me ha acompañado siempre (y me ha servido para citarlo de vez en cuando en el foro equivocado y totalmente adrede para tocar algún cojón). Ahora que acaba de morir, rescato uno de los rudimentos que en su momento tomé de él y que todavía hoy utilizo como parte de mi oficio porque, aunque se trataba de una respuesta que un erudito ofrecía a una pregunta teológica, guardaba un fundamento clave de la teoría literaria que puede tener un interés de rabiosa actualidad –llegaremos a esto enseguida–. Aquel Ratzinger profesor universitario se preguntaba por qué eran cuatro los evangelios canónicos y no uno o dieciocho. A mí en particular esta cuestión ni me ocupaba entonces ni ahora, pero aquel hombre dedicado al análisis del texto (de un cierto tipo de texto, sí, y con unos utensilios muy concretos) se daba una respuesta que exudaba puritita deconstrucción: que la combinación de aquellos cuatro relatos de la vida de Jesús nos daba un número infinito de aristas y facetas sobre sus enseñanzas y que, por esto mismo, estas nunca se agotaban. En resumen, que la hermenéutica nunca acaba, que ningún texto es capaz de desecar el pantano de sus interpretaciones. Si esto no fuese así no existiría ni filología ni tampoco jurisprudencia. Ni el Ulises de Joyce puede prever dónde deben acabar los textos críticos que lo examinan, y con los que forma una gran conversación (a menudo bizantina), ni tampoco puede nuestra Constitución conocer dónde tiene el cerrojo la historia de sus interpretaciones. Que la interpretación de los textos no termine nunca, como bien sabía Ratzinger, no significa que cualquier decir sobre un texto valga –ni todos los decires son críticos y fundados ni todas las críticas están bien construidas–, pero la gran flipada ya me parece el que estén los tertulianos de media España tocándose las ropas porque la nueva magistrada del Constitucional, María Luisa Segoviano, sostenga sin perplejidad que nuestra Carta Magna –a fin de cuentas, otro puto texto en el archivo infinito de las cosas escritas– admita interpretaciones disidentes. A ver si va a resultar que se nos ha muerto un Papa punk.

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