Ejemplares

Los principios que deben regir el ejercicio de ciertas profesiones con derecho a privilegios

José Martínez Jambrina

José Martínez Jambrina

Leía un artículo de Diego Gracia sobre la ejemplaridad. Uno de esos editoriales que publica en la revista "EIDON" cada seis meses. Esos escritos que son una escuela sobria de vida, como diría Marcel Proust. Leía a Diego Gracia porque sus ideas me ayudan a resolver conflictos cotidianos y a eludir dilemas. El dilema es la gran amenaza de la civilización contemporánea ya que, aunque no hemos podido acabar con la mentira, al menos hemos logrado acallarla o al menos nos hemos acostumbrado a convivir con sus molestias. Pero los dilemas ponen todo en peligro. Sobre todo, la convivencia pacífica entre los distintos, aunque semejantes. A Diego Gracia le he escuchado decir que la desaparición del concepto "dilema" sería un gran avance en una sociedad democrática. Pero en este artículo que leía, el profesor Gracia recordaba que hay profesiones que la sociedad reconoce como ejemplares y a las que concede algunos privilegios, que son justos y necesarios para que esos profesionales puedan desarrollar sus complicadas funciones. Ahí estarían los políticos, los monarcas, los jueces, los sacerdotes o los médicos. Estos profesionales, entre otros, gestionan los valores socialmente más importantes: la vida y la justicia. Por eso, son privilegiados. O deben serlo sin que ello comporte perversión alguna. Los privilegios, creo, son lícitos y necesarios. Ya sé que a tenor de lo que vivimos cuesta hacerse a la idea. Pero ello no debe obviar que hay muchas personas a las que la sociedad debe mimar porque gestionan bien lo más importante para el resto de los ciudadanos. Incluso lo hacen por encima de sus posibilidades, entregando en muchos casos su vida para que sus semejantes puedan seguir adelante en calma. En la ejemplaridad tienen mucho que decir los colegios profesionales o los códigos éticos.

Ejemplares

Ejemplares / Juan José Martínez Jambrina

No están para suplir a los tribunales ordinarios sino para que sus asociados sean ejemplares en el ejercicio de sus funciones. Que no basta con cumplir con las leyes para ser ejemplares. Que el disfrute de ciertos privilegios implica ser profesionales ejemplares. Ya sé que es difícil hacerse a esta idea con la que está cayendo y que nos vienen a la cabeza muchos casos que contradicen todo esto. Recuerda Diego Gracia que el peor peligro de la ejemplaridad es que puede ser ficticia, simulada. Y que ya Ortega y Gasset advirtió sobre ello hace más de cien años: lo que diferencia al hombre ejemplar del farsante es que el primero es ejemplar sin pretenderlo, consigue serlo en el mero ejercicio de sus funciones porque se entrega a ellas con tal pasión que alcanza un nivel que el resto de los ciudadanos valoran como cercano a lo ideal. Y así se lo hacen saber en cuanto pueden.

Estaba embebido en esto pensamientos cuando mi querido Miquel Nadal, excelente escritor valenciano, me envió, por otros motivos un vídeo fascinante. Cuando Nadal me envía dos tres mensajes seguidos yo ya sé que voy que tener lectura emotiva y estimulante al menos para una tarde. Se trata del discurso de recepción al ingreso en la Academia francesa de Simone Veil (1927-2017), escritora y política francesa. Veil fue una superviviente de Auschwitz donde perdió a toda su familia salvo a dos hermanas. Superó todos estos desastres y se alzó sobre sus desgracias para llegar a lo más alto en la consideración de sus compatriotas. Fue ministra con varios presidentes de la República Francesa y Premio "Princesa de Asturias" en 2015. En 1975 como ministra de Sanidad de Giscard, aprobó la primera ley de despenalización del aborto y fue una de las grandes impulsoras de la unidad europea.

A Simone Veil le hizo el discurso de bienvenida Jean D’Ormesson, otro gran escritor francés. La sala de la Academia está abarrotada por público de todas las edades que no pierden detalle. D’Ormesson arranca. Y lo primero que hace es recordarle a Veil que donde está sentada se acomodó en el siglo XVII el poeta Jean Racine. Hasta cuatro veces se lo recuerda cada vez de forma más empática. Veil, la gran Veil, parece asombrada. Pero D´Ormesson, todo pompa y protocolo, no se cansa. Todo es muy emotivo. A estas alturas yo ya sabía que Nadal, Miquel Nadal, me había robado la tarde. Se ha acostumbrado uno a ver a mucho Nadal mediterráneo ganando trofeos. Este parece de la saga, pero en el campo de las letras.

A lo que íbamos. El discurso que cuento está accesible en Internet y traducido en algunas webs. Llegamos al final. Majestuoso en lo sencillo. D’Ormesson sentencia:

"La clave de tu popularidad descansa en tu capacidad para ganarte el apoyo de los franceses. Esta adhesión no descansa para Usted en consensos mediocres entre las innumerables opiniones que no cesan de dividir a nuestro viejo país. Se basa en principios que afirmas, contra viento y marea, sin alzar nunca la voz, y que acaban convenciéndonos. Digámoslo sin afectación: desde la vida política ofrece usted una imagen republicana y moral". (Me dice Miquel Nadal que aquí esta lo más importante. Estoy de acuerdo).

Pero vuelvo a Diego Gracia que ha escrito su editorial para alertar de que la ejemplaridad puede ser comprada y simulada: "Se puede ser ejemplar, se puede también no serlo, y se puede poner el empeño no en ser ejemplar sino en parecerlo. Esta es, sin duda, la más peligrosa tentación: hacer de la ejemplaridad un puro producto de mercado".

Como decía aquel sargento de policía neoyorquino de la serie "Canción triste de Hill Street" en los años noventa cuando mandaba al trabajo a sus subordinados: "Ya saben, tengan cuidado ahí afuera…".

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