Maletofobia en Dubrovnik

Los vecinos de la ciudad croata, hartos de escuchar ruedecitas chocando con el venerable empedrado de su casco antiguo

Pilar Garcés

Pilar Garcés

La turismofobia, como las hemorroides en el famoso anuncio, hay que sufrirla en silencio. Menuda paradoja. Si te quejas de que hay un tipo pegando alaridos debajo de tu ventana a las tantas, botella en ristre, si maldices porque te han despertado dos motos de agua haciendo el gamba en buen domingo, si la playa se ha convertido en lugar permanente de botellón porque cualquier hora es happy hour en el parque temático, te crucifican. El ruido nos da de comer. Vivimos de esto. Nosotros y los de Dubrovnik. Pobre perla del Adriático. No le bastaba con ser preciosa, y se les ocurre filmar la serie más famosa del mundo en sus carismáticos rincones. De manera que a los muchísimos visitantes de la ciudad costera croata que buscan deleitarse con su historia y sus monumentos hay que sumar ahora los miles de seguidores de "Juego de Tronos" que invierten sus vacaciones en patear los lugares donde se rodó para sacarse una docena de selfis. Y llegan rodando con sus maletas, valga la redundancia, y haciendo un estruendo de mil demonios en el característico empedrado del casco histórico a todas horas del día y de la noche. Porque otro de los efectos de la democratización del turismo es que las visitas se presentan a horas intempestivas porque las compañías de bajo coste a menudo despegan y aterrizan de madrugada, cuando les viene mejor para resultar baratas. La cosa es que los vecinos de Dubrovnik ya no soportan más la contaminación acústica de los equipajes rodantes y su alcalde los ha prohibido, así de radical. Desde este verano, no se puede tirar de carrito en Dubrovnik y que parezca que están taladrando el asfalto. Los recién llegados deberán llevar su valija a cuestas, y a partir de noviembre la dejarán por imperativo legal en una consigna situada en la periferia para que un servicio de reparto se la acerque a su lugar de pernocta a cambio de pagar una tasa. Autoridades y residentes unidos en la reivindicación del silencio y el respeto por su ciudad y su salud, qué envidia. Ya limitaron los cruceros turísticos para reducir el impacto de su principal fuente de ingresos en las vidas de las personas, lo que a la larga les permitirá mantener viva la gallina de los huevos de oro, y ahora obligan a sus visitantes a viajar ligeros de equipaje. Favor que les hacen.

Los bultos se han convertido en una fuente de estrés para quien se desplaza. Nunca sabe una si se ha pasado en el peso, si las medidas de la maleta que le han prestado resultan compatibles con las permitidas por la aerolínea, o si por llevar dos bolsas pequeñas en lugar de una grande se verá abocada a pagar un suplemento quince veces más caro que el billete. Las compañías llegan a ponerse realmente imaginativas para clavarle un extra al desprevenido cliente, véase el reciente affaire de las ensaimadas de Palma, cuando Ryanair quiso cobrar como un equipaje de cabina dos piezas del dulce nacional mallorquín, y los viajeros optaron por repartirlas entre los trabajadores del aeropuerto. Hasta tal punto resulta una pesadez mover por el mundo las propias pertenencias que las empresas de mensajería han encontrado un suculento nicho de negocio en el transporte de enseres a lugares de vacaciones, básicamente maletas y artículos para practicar deportes, un servicio que está creciendo exponencialmente. Un lujo hacer el equipaje y olvidarte, y no tirar de él por terminales y aceras, sudando la gota gorda y encima generando bulla a deshoras y mucho resentimiento a tu paso.

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