Beceña

Un reconocimiento a uno de los padres del Derecho Procesal

Beceña

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Javier Junceda

Javier Junceda

No sabemos si se había ido a cazar a Ponga o si quería huir hacia León: lo único que consta es que el 19 de julio de 1936 Francisco Beceña González, uno de los padres del Derecho Procesal español, acabaría dando con sus huesos en la cárcel de Cangas de Onís. Tampoco conocemos el concreto delito que habría cometido, aunque se especula que tal vez fuera haber denunciado en un mitin en el Teatro Campoamor, años antes, el colaboracionismo de la izquierda con la dictadura de Primo de Rivera. Él, que había sido elegido por ese mismo sector ideológico vocal del Tribunal de Garantías Constitucionales, terminaría pagando con su vida tal legítimo ejercicio de la libertad, ya que que a los pocos días de su encarcelamiento, sería "sacado" de prisión para ser asesinado camino de Langreo.

Se ignora la cuneta donde pueden permanecer sus restos. Hay quien dice que le tiraron al pozo de una mina, desconocemos también a cuál. Beceña, el enorme procesalista, el innovador de los estudios jurídicos importando de Harvard el método del caso, el que impulsó pese a su temprana muerte una nueva forma de entender la práctica forense como ciencia, no tuvo ni juicio ni posibilidad de recurso, padeciendo la mayor de las iniquidades que él reprobaba a diario desde su cátedra. Su imponente archivo, repleto de obras de extraordinario valor y situado en un piso del madrileño barrio de Salamanca, sería saqueado con saña fechas después de su infame ejecución.

Lo que no pudo truncar ese irracional odio fratricida fueron cuarenta y siete años de vida plenos en todos los sentidos. Francisco Beceña no solo fue un eminente universitario, sino un formidable benefactor de su localidad natal, incluso estando detrás del proyecto de construcción de la carretera de Cangas a los Lagos o de la creación de la primera biblioteca popular circulante de España. Hasta han llegado a nuestros días filantrópicas iniciativas de los Beceña que se mantienen en pie en su terruño.

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Se codeó con los mejores procesalistas europeos del momento, convirtiéndose bien joven en uno de los maestros de su disciplina. Tras pasar por La Laguna, Valencia y Oviedo, enseñaría en Madrid procedimientos judiciales y precisamente en la capital sería elegido por académicos de toda España como miembro del Tribunal de Garantías, junto con su paisano, el romanista casín Traviesas. Tal vez esa brillante trayectoria –junto a su estrecha relación con el gran Melquíades Álvarez–, le hubiera aproximado a la política, militando en el Partido Liberal Demócrata liderado por este último. No deja de ser una trágica coincidencia que en el fatídico año treinta y seis, tres de los principales adalides de esa formación centrista, Álvarez, Beceña y el memorable doctor ovetense Alfredo Martínez, cayeran abatidos por la violencia sectaria con pocos meses de diferencia y en distintos lugares y circunstancias. Y que Beceña y el rector Alas hubieran sido pasantes en Madrid de Álvarez, y que los tres hubieran sido víctimas de la saña política, de uno y otro color.

Lo que padeció Beceña debiera ser considerado tan propio de la memoria democrática como lo que sufrieron tantísimos españoles en nuestro particular holocausto. En una catástrofe de esas dimensiones no cabe supremacismo moral alguno en ninguno de los contendientes ni en sus herederos ideológicos, sino la necesidad imperiosa de su superación colectiva como nación, como así ha sucedido en donde se han experimentado desastres parecidos. Francisco Beceña, un hombre de izquierda moderada, caería por el fuego de un ideario no muy alejado del suyo y sin que hayamos podido aún enterrarlo como merecía, lo que confirma de nuevo la hecatombe sin sentido que precisamos con urgencia cicatrizar, dejando de una maldita vez de reabrirla para obtener combustible político para su desaprensivo uso en la actualidad.

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