El testamento de Ordine

Francisco García

Francisco García

La penalidad del duelo no empaña el valioso legado póstumo de Nuccio Ordine, uno de los pensadores europeos más brillantes del último medio siglo, que los asturianos hemos tenido la enorme fortuna de recoger de su puño y letra, muy probablemente sus últimas palabras escritas antes del inesperado fallecimiento. Su pareja, Rosalía Broccolo, y su hermana María obraron de albaceas en Oviedo de uno de los textos más brillantes, enternecedores y lúcidos de cuantos hemos escuchado en los últimos años de tanta personalidad relevante sobre el escenario del Campoamor.

Las notas del discurso inconcluso que surgieron tras conocer que la Fundación Princesa de Asturias le había concedido el Premio componen un canto en defensa de las humanidades, de las enseñanzas de la antigüedad clásica, del valor de los viejos maestros, de la gestión creativa del tiempo frente a la mezquindad de una época utilitarista encerrada en la cárcel de miles de millones de individualidades.

Como el discurso fúnebre de Pericles que nos legó Tucídides, una alabanza sin fisuras de la democracia ateniense, Ordine se despide con un sereno alegato en defensa de la formación humanística frente a la enseñanza urgente que solo pretende ofrecer individuos al mercado laboral. El afán de expedir títulos de las universidades, el mercantilismo en que ha caído la docencia enfrentado y confrontado con el esfuerzo, cada vez menos reconocido, de profesores-salmón que navegan contra la corriente, buscando desovar talento en aguas más puras y limpias.

En la hoguera de las vanidades de unos tiempos feroces e impíos no cabe convertir en pavesas las hojas del legado póstumo de Ordine, volanderas desde ayer a cualquier parte a merced de los vientos asturianos que soplan estos días del otoño. De Asturias al mundo, pues toda la tierra es patria para un filósofo, en palabras de su admirado Giordano Bruno, abrasado en otra hoguera por haber practicado el esforzado oficio de salmón.

Sirvan estas sencillas palabras de epitafio en memoria de un intelectual sólido y sereno que hizo de la herejía ortodoxia y al que le rompía el corazón saber que su viejo perro, Chirone, de 14 años, ya no podía moverse, acostado sobre el suelo de la estancia familiar calabresa en Diamante, donde “la mamma” enferma aún no sabe que Nuccio ha muerto.

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