Laicidad

Tolerancia y encuentro frente al fanatismo

Guillermo Martínez

IPSOS lanzó este año un interesante estudio sobre las religiones en el mundo. En él se afirma que casi dos tercios de la población mundial manifiesta su creencia en la existencia de un ser superior y, hasta un 71%, considera que esa actitud da felicidad. Se publicó en nuestro país vecino, allí donde la laicidad se entendió no como una elección, ni como una opción espiritual, sino como la llave que permite que se pueda acceder a todas las opciones religiosas.

De forma recurrente emerge al debate público la cuestión de la laicidad. A pesar del ruido, seguro que habrá un consenso general en proteger a las administraciones públicas de cualquier interferencia religiosa y a la vez, de preservar a las organizaciones religiosas de disputas e intereses políticos. Aun así, es difícil hablar de cuestiones complejas cuando éstas tienen impacto público, cuando pueden interpretarse de parte, o cuando se compite con las sencillas y a veces tan atractivas fórmulas de la polarización. Y es que la laicidad tiene enfoques muy distintos.

Durante el tiempo que ocupé responsabilidades políticas nunca el partido en el que milito desde hace tres décadas me impidió, hizo indicaciones o afeó la asistencia a actos religiosos. Pude acompañar en actos de la Iglesia Católica, de la Ortodoxa Rumana, de La Evangélica o también participar en el culto judío. Y a título de lo que fuera, lo cierto también es que en cada una de esas celebraciones por parte de los oficiantes el trato fue exquisito y preferencial. Y la colaboración en múltiples ámbitos fue constructiva y fructífera.

La socialdemocracia siempre se situó alejada del sectarismo y aún con la herencia del pensamiento ilustrado, consideró que la libertad de culto –aquel nacimiento de la libertad de conciencia de los primeros cristianos– debía ser preservada, y que el acceso a la igualdad material no estaba reñido con la libertad de creencia en una religión o en ninguna.

Paradójicamente, en el mundo que vivimos la moderación y tender puentes puede resultar un ejercicio más arriesgado que apuntarse a la polarización y a la trinchera. Y es que el territorio de la duda es incómodo, las respuestas complejas, y a veces inciertas. Acostumbrados a fustigarnos permanentemente, se nos olvida poner en valor el grado de tolerancia religiosa, de convivencia e integración alcanzado en España, en un tránsito récord hacia un sistema democrático que garantiza la pluralidad, y la separación –aunque ambos interactúen en el espacio público– entre los ámbitos político y religioso.

Cierto es que aún puede avanzarse mucho más en las definiciones de esos límites, pero también que hay dos formas de abordarlo: desde un concepto de cordón sanitario o desde una actitud de cooperación, que más allá de posiciones ingenuas, aproveche todos los lugares de encuentro –del que nuestra sociedad está tan necesitada– para construir y no para dividir y estigmatizar. El fanatismo, es, al fin y al cabo, como afirmaba Bobbio, la negación del diálogo. Puede manifestarse desde el deseo de control e invasión del espacio público o desde un modelo de sociedad en el que haya desaparecido la individualidad, la diversidad y el conflicto, que persiga la abolición de la sociedad civil y de lo privado, el viejo sueño de los totalitarismos.

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