Que la vida iba en serio (bis)

De propósitos, ambiciones existenciales y otros golpes de timón

Olga Merino

Olga Merino

Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde, cuando tu amiga de toda la vida se recupera en el hospital de una intervención seria y tu otra amiga, también de toda la vida y más allá, supervisa el bienestar de dos familiares ancianos mediante una cámara conectada a su móvil. Entre las múltiples tareas que la ocupan, echa un ojo intermitente para comprobar que las horas se derraman plácidas sobre la estancia donde las abuelas pasan la tarde, suave y circular, como una aburrida partida de parchís; te como, me cuento veinte y así. De este talante me he despertado.

Sobre el escritorio, libretas, recortes de prensa y una taza de café frío. Tras un rato de lectura zahorí, me levanto de la silla, voy a la cocina y en la misma puerta me olvido del motivo. ¿Sería otro café? Estos apagones se producen, de momento, porque la cabeza está en otra parte o en mil sitios a la vez. Ocurre también que, al cabo de los años, el timón trastabilla, pierde el rumbo, ¿de qué iba todo esto que se llama ir tirando?

Dicen que existe un concepto en japonés denominado ikigai que suele traducirse como propósito vital. O sea, el motivo por el que te levantas de la cama cada mañana, la raison d’être. Según los investigadores Francesc Miralles y Héctor García, los habitantes de la isla de Okinawa deben en parte su longevidad y fluencia a la posesión de ese empeño. Un objetivo. Una querencia.

el martillo

Una pasión, por modesta que sea, ayuda. Los amigos y los afectos, también. Pero sucede que el tiempo, insobornable carpintero, va limando las esquinas: no deseas lo mismo a los 20 años, que a los 40, que a los 60, y conforme va pasando la garlopa, ya no queda tiempo de perder el tiempo ni tienes el cuerpo para farolillos, mamarrachadas o castillos en el aire. Vas al grano, al hueso mondo de las cosas. Las pretensiones se achican. El cepillo va arrancando virutas a la ambición, que de todas formas siempre fue deseo congelado.

Pienso a veces en el escritor mexicano Juan Rulfo, capaz de construir con apenas dos obras un universo indestructible, una tierra áspera y mítica donde «se han muerto hasta los perros y ya no hay quien le ladre al silencio». Luego, Rulfo, uno de los imprescindibles bartlebys de Vila-Matas, se paró en seco, como una mula terca. Dejó de escribir (o de publicar), y con el fin de que los periodistas cesaran de escarbar en el porqué de su silencio, les largaba un cuento chino tapatío: que era su tío Celerino, gran borrachín, el que siempre le platicaba las historias, de camino a su casa o al rancho, y así dejó de escribir porque se le murió el tío Celerino, y ya. Es probable que a Rulfo lo matara el exceso de perfeccionismo; a veces, basta con seguir escuchando el tac-tac-tac de un martillo sin ambición.

Suscríbete para seguir leyendo