Quimera

El sueño de que el Presidente tenga un ataque de amnesia y se olvide de la amnistía

Miguel Ángel Forascepi Roza

Miguel Ángel Forascepi Roza

Esta noche he tenido un sueño muy agradable y esperanzador. Se podría decir que fue una "antipesadilla", a falta de otra palabra mejor –inexistente, creo, en español–: todo lo contrario de un "ensueño angustioso y tenaz". Al fin, me aferré a la palabra "quimera", no en su significado propio, que en la mitología clásica designaba a un monstruo horrible de cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón, que exhalaba fuego por sus fosas nasales, sino en el sentido figurado de "lo que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo".

Quizá mi ensoñación quimérica fue debida al recuerdo nocturno de un breve epigrama de nuestro coterráneo, el bilbilitano Marcial, quien, encarnado en galanteador, le dice a su pretendida, tan mentirosa como bella: "Nunca te me entregas, siempre te me prometes, Gala, cuando te requiero. / Si siempre me mientes, te lo suplico, Gala, recházame".

Soñé que nuestro querido presidente –adornado con las virtudes de Gala– prometía a diestro y siniestro –a rufianes, falsos valones y rhesus negativos– amnistías, gabelas, privilegios, ducados, bálsamo de Fierabrás e ínsulas de Barataria, antes de su entronización. Tras ella, como amnistía se parece mucho a amnesia –no en vano llevan ambas la semilla griega del olvido–, se había producido en su mente un cruce, y del olvido de delitos y felonías había pasado al olvido del olvido.

La Ley prometida iba del Congreso al Senado y de éste a aquél, enmendada y vuelta a enmendar, hasta que, por fin, se aprobó su redacción definitiva. A nadie le complacía. Acto seguido era recurrida por tirios y troyanos ante el Tribunal Constitucional, que, nada más recibir los recursos, dictaminó su suspensión cautelar hasta dictar sentencia. Un mes pasaba y otro venía, y el falso valón el Mediterráneo no veía. Clamaba desde Valonia contra nuestro querido presidente, que no recordaba –cual si hubiera bebido ya las aguas del río Leteo– que había dicho sí, queriendo decir no: "¿No era amnesia lo que prometí?".

A todas éstas, llegaba un requerimiento de la actual capital de Flandes que, por primera vez, favorecía a España, olvidándose de los Orange –los de la telefonía, no– y de la Leyenda Negra: Dictaminaba que la Ley del Olvido vulneraba varios principios fundamentales del derecho de la Unión Europea y que incurría en desviación de poder, y que, como el derecho comunitario primaba sobre el interno de cada país, tal ley quedaba casada –por la Iglesia y por lo civil–.

Gran alborozo por parte de nuestro querido presidente, que, por fin, vio reconocido lo que él quería decir cuando dijo sí, al contrario que Gala; danzas y chanzas de un conde, no duque, por no haberse manchado la toga, y jolgorio general, tanto por la inesperada magnanimidad de los flamencos con España como por el meollo de la cuestión.

Pero, ¡ay!, el despertar, que esponja el ánimo tras la pesadilla, me hizo toparme, en cambio, con una Quimera de veintidós cabezas: una del uno y trino niceno-constantinopolitano; otra, de una dizque nutricionista que da lecciones de historia, convirtiendo a Lenin no sólo en benefactor de Rusia, sino de la humanidad entera, dispuesta a decirnos a todos –y sobre todo a niños y jóvenes– qué libros debemos leer y qué debemos pensar, en consonancia; otra, del que nos dice lo que debemos comer y consumir; otra, de la que va a destrozar la sanidad; otra la del que trabajará por la convivencia, la cohesión y la memoria –al revés te lo digo para que me entiendas–; otra, otra, otra… Y, en cambio, ya no tendremos a las dos mujeres más brillantes de la política española ni al bueno y gran danzarín. Ésta sí es una Quimera y no mi ensoñación. Desolado, no puedo pensar sino que a nuestro querido presidente lo han engañado.

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