Asturias y los asturianos

Los restos del naufragio

El legado de Joaquín Manzanares

Javier Junceda

Javier Junceda

Todo comenzó con un regalo que le hizo de recién casado su suegro: una talla enorme de una Virgen de la que alguien había decidido desprenderse en Langreo. Las paisaninas que se sentaron a su vera en El Carbonero, camino de Oviedo, se preguntaban extrañadas si aquello que Joaquín Manzanares llevaba envuelto en bolsas era un fiambre o un animal disecado. Desde entonces, no cesaría en su infatigable recuperación de innumerables restos del naufragio de nuestro rico patrimonio cultural por el más recóndito rincón del Principado, tarea en la que le ayudarían sus amigos con sus coches –como el ginecólogo Cueto Guisasola–, y otras veces sirviéndose de sencillos carros tirados por burros.

A don Joaquín le pareció formidable que a la Unesco le diera un buen día por proteger al prerrománico, para que la humanidad pudiera conocer su lamentable estado. Consideraba que habíamos llegado a esa deplorable situación por la desidia de quienes debían velar por él, desde la autoridad eclesiástica a la civil, pasando por la universidad y las demás instituciones asturianas. Intentó sin desmayo corregirla desde dentro, pero intrigas de mesa camilla y pelusas desde el poder truncaron su decisiva participación en iniciativas que hubieran resultado cruciales, como la dirección del Museo Arqueológico, que tendría que llevar su nombre y albergar los cientos de piezas que libró de una inevitable destrucción.

Joaquín Manzanares ante la iglesia de San Tirso de Oviedo, en una imagen de 2001.

Joaquín Manzanares ante la iglesia de San Tirso de Oviedo, en una imagen de 2001. / Jesús Farpón

Joaquín Manzanares nunca se creyó dueño de esa inconmensurable riqueza que conservaba en su "Tabularium", sino apenas depositario. Acostumbraba a decir que él se había limitado a salvarla de la quema y a almacenarla con criterio, porque el titular de ese medio millar de capiteles y canecillos, de esculturas, de reliquias paleolíticas y de la edad del bronce, de lápidas romanas y medievales, de maquetas e infinidad de diapositivas, dibujos, planos o estudios, era la propia Asturias, como rememora hoy su hijo Francisco. No solo recorrió palmo a palmo las cerca de novecientas parroquias de la región, sino sobre todo sus tejados, fascinando a propios y extraños con sus andares felinos entre campanarios. Dudo que haya párroco al que no hubiera tratado, con muchos de los cuales mantuvo relaciones fraternas hasta su fallecimiento. Era creyente por si las moscas, lo que no le impedía censurar al clero cuando estimaba que no protegía como Dios manda su imponente herencia artística.

El "Vizconde de Priorio", como con retranca se hacía llamar en unas tarjetas de visita que tanto divertían a mi tío Eladín –compañero suyo en la Facultad de Derecho–, imitaba a las mil maravillas el canto del gallo, como aún recuerda su fiel mano derecha, Emilio Marcos Vallaure. Y era también un ameno contertulio, de los ilustres "clarisos" aglutinados en torno a la defensa del medieval convento ovetense de Santa Clara, amenazado por la piqueta. Nada de lo astur le era ajeno, desde la lengua a las tradiciones, pasando por la heráldica o el paisaje. Aunque fuera germanófilo, el magisterio del gran Uría Ríu le dejaría una indeleble impronta asturianista, hasta el punto de sucederle como último cronista oficial de la comunidad.

Manzanares no padecía ningún síndrome de Diógenes, sino acaso de San Dámaso, patrono de los arqueólogos. Su afán por rescatar del naufragio los vestigios de nuestro pasado le guio de por vida, contra viento y marea, porque no faltaron maledicentes que le acusaron de arramblar con todo lo que se le ponía a tiro. Su economía familiar puede dar fe justo de lo contrario, siempre aplicada a impedir la desaparición de la memoria astur.

Cualquier sociedad hubiera aprovechado este impresionante capital recobrado para mostrarlo con sano orgullo como uno de sus mayores tesoros. Aquí, sin embargo, continuamos olvidándolo, como si pretendiéramos perpetuar la incuria que forzó a don Joaquín a salir con su boina azul y su chaqueta austriaca por caleyas y sebes en su amparo, desaprovechando unos recursos de primerísima magnitud que para sí querrían tantísimos países, regiones o ciudades del mundo.

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