Asturias y los asturianos

Dry Martini

Severo Ochoa, un Nobel con inquietudes de lo más variopinto

Severo Ochoa

Severo Ochoa

Javier Junceda

Javier Junceda

Siendo chaval, tuve la fortuna de mantener una conversación larga con Severo Ochoa sobre educación. Había enviudado y se le notaba, por su tono alicaído. Tal vez estaba también harto de atender a tantos que se le acercaban a preguntarle siempre lo mismo. Don Severo insistía en la necesidad de inculcar desde la escuela la curiosidad científica, que en su caso brotó de manera natural, observando las caracolas de las playas luarquesas y diseccionando en un desván, cuando le llamaban Severín, las ranas que le traía Chile, un conocido suyo de la infancia. Terminamos aquel grato momento haciéndonos una foto junto a un san Roque en el Reconquista, por el que sentía especial cariño. Que no fuera practicante no le impedía coincidir en muchas cosas con la moral católica, desde el aborto a la eutanasia.

A aquella cita fui pertrechado de la valiosa información sobre el Nobel que me había facilitado mi querido padre, que le conoció en Estados Unidos cuando acababa de asumir la dirección del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Nueva York. Mi padre, que estaba allí formándose como oculista, mantuvo con Ochoa diversos encuentros en su casa de Queens, en los que pudo conocer no solo a un eminente científico que pronto recibiría el mayor galardón médico mundial, sino a un amante de la música, la literatura o el arte. Por aquél entonces, ese pequeño puñado de asturamericanos se había enriquecido con la llegada de Francisco Grande Covián, compañero entrañable de Ochoa desde la Residencia de Estudiantes.

Su común origen y sus vínculos con Puerto Rico contribuyeron a que esa relación ente mi padre y Severo Ochoa prosiguiera en España cuando este decidió volver con más frecuencia. Ochoa era hijo de letrado indiano en San Juan y mi padre acabaría casándose con una criolla boricua con raíces astures. En sus últimos años, pudieron conversar sobre Dios y otros asuntos más prosaicos, porque don Severo era, además de un investigador de muchos quilates, una persona corriente y moliente con inquietudes sobre lo más variopinto.

Le encantaban los coches. Solía contar que podía desmontarlos y volver a montarlos pieza a pieza. De hecho, quiso hacerse ingeniero para dedicarse a la mecánica, pero las matemáticas se cruzaron en el camino. Algún día deberá reconocerse el inconmensurable servicio que los números han hecho a otros saberes, poblándolos de eminencias. Hasta bien anciano condujo su colorido Mercedes, a una velocidad similar a la que motivó aquel alto del policía de Manhattan cuando salió pitando desde su estudio para contarle a su mujer que le habían otorgado el premio de la Academia sueca.

En torno a unos Dry Martinis cargados de buen vermú, ginebra y hielo, podía alabarte el prestigio de los Premios Príncipe, aunque le extrañara que su ceremonia no tuviera fecha fija en el calendario o que trascendieran los nombres de los candidatos antes de ser elegidos, así como de los desechados. Tenía también buen saque, y en La Toja, donde pasaba temporadas, o en Casa Consuelo, aún recuerdan sus legendarios conocimientos y apetencias culinarias.

En el libro editado por Marino Gómez Santos con sus escritos periodísticos puede comprobarse el hondo amor a Asturias de nuestro primer científico, un tipo normal y discreto que pudiendo haber padecido divismo por la altas cotas que alcanzó no se le notaba demasiado, ni se rodeó tampoco de tiralevitas entregados a lisonjearle sin tregua. Su vida y milagros confirman que saborear cócteles como los que tomaba James Bond, o repetir un segundo plato de rica caldereta, no está reñido con ser un sabio universal y sobre todo buena gente, como él mismo quería ser recordado. Al cumplirse tres décadas de su fallecimiento, es justo reconocerlo así.

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