Asturias y los asturianos

Maleta al agua

Los que solo se enriquecieron con la experiencia de salir de su terruño para seguir instalados en la misma miseria

Javier Junceda

Javier Junceda

En los vapores hacia América viajaban sueños. A los niños les despedía una Lloca del Rinconín que se había pasado llorando la noche anterior, recosiendo en el ojal de su abrigo monedas con los ahorros de una vida para que su criatura pudiera costearse el pasaje de vuelta. No pocas veces, en destino, el chaval ni usaría el gabán ni descosería nada para fin distinto a su supervivencia. Nos han contado demasiado las historias de los que plantaron palmeras en sus vistosas quintas o compraron el coche más grande que "haiga", pero no las de los que no llegaron ni a la categoría de americanos del pote, al no haber podido retornar.

Algunos de los afortunados al cruzar el charco dedicaban la Navidad a visitar a esos protagonistas de la cara oculta de la luna indiana. Volvían a sus casas con los ojos empapados en lágrimas, tras comprobar un año más la fatalidad de aquellos que no tuvieron suerte. Muchos terminaron alcoholizados, encanallados o malviviendo en cuchitriles. Y la mayoría continuaban fantaseando por carta a sus familiares sobre hazañas imaginarias en el nuevo mundo.

Jamás regresaron. Porque no podían o porque no querían, por el qué dirán. Eran los del equipaje caído al agua, para justificar ante terceros anhelos truncados lejos de los suyos. Lo que se iba al mar era una ilusión perdida por mil circunstancias, imposibles de resumir aquí. La generosa red de solidaridad tendida por los asturianos en América ayudó a sobrellevar esos fracasos materiales, pero nunca a borrar el estigma del naufragio. A los que lograban retroceder sin éxito a la casilla de salida les imponían el sambenito de perdedores unos paisanos que no habían tenido lo que hay que tener para buscar un futuro decente. Conocí a algunos de estos retornados, a los que mediocres con mala baba no dejaron de atribuirles horrendos crímenes, truculentos líos de faldas o estafas inventadas. Ni honra sin barcos se les permitía a estos pobres desgraciados.

La crueldad en los pueblos de acogida en América también se cebó con estos asturianos de la maleta al agua. Sufrieron las vejaciones típicas de los reveses del azar, multiplicadas por cien al ser naturales de países acostumbrados a triunfar fuera de sus fronteras. Los "gallegos" desventurados sumaron a la adversidad personal su condición de extranjeros, lo que contribuiría aún más a su infortunio.

La Iglesia fue, para legiones de estos desdichados compatriotas, un auténtico bálsamo. Más bien lo fueron los religiosos originarios de la piel de toro, estremecidos por estas calamidades en ultramar. Los que no acabaron de antro en antro, corrían a guarecerse en los templos para encontrar allí el consuelo de los curas españoles. No he encontrado a clérigo en América que no me haya relatado episodios desoladores protagonizados por estas gentes, asturianos incluidos.

Aunque continúen resonando los ecos de las gestas de los nuestros en la España del otro hemisferio, es de justicia rendir un emocionado tributo a los que solo se enriquecieron con la experiencia de salir de su terruño para seguir instalados en la misma miseria. Tantísimos que no tuvieron dónde caerse muertos, literalmente, y que merecen un reconocimiento por haber intentado hacer realidad sus esperanzas, pese a que no lo consiguieran. Por su conmovedora valentía al hacerse a la mar con una mano delante y otra detrás, y volver los que volvieron en igual condición, se han ganado un lugar destacado en el corazón de los asturianos. Sin duda, la gran aventura de las Américas es también obra de ellos, pese a que se haya eclipsado por la memoria rutilante de los que la superaron con buena nota.

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