Asturias y los asturianos

El asturleonés de Marruecos

Semblanza de Francisco Sosa Wagner, uno de los padres de la autonomía

Francisco Sosa Wagner.

Francisco Sosa Wagner. / LNE

Javier Junceda

Javier Junceda

Francisco Sosa Wagner correteó en pantalones cortos por su Alhucemas natal con chiquillos musulmanes, judíos y cristianos. Y aún le quedaba tiempo para leer. A aquel chaval con sangre alemana e hijo de médico español en el protectorado marroquí, lo de las letras y lo germano le han acompañado siempre, porque se ha dedicado a escribir como los ángeles del derecho y del revés y ha estudiado en lugares de sus ancestros en los que hasta enseñó algún Papa.

Sosa decidió hacerse asturiano a los treinta años. No solo por la plaza de agregado que sacó aquí, sino porque a su juicio éramos unas gentes estupendas, abiertas y generosas, que merecíamos la pena. Antes había estado en las Vascongadas, donde trató a Arzalluz cuando aún no era Arzalluz, y conoció los intríngulis de una sociedad anclada en el Medievo. Reconoce que Asturias ha sido central en su vida, y de hecho aquí nació su segundo hijo; aquí venía a cortarse el pelo –aunque estuviera en Bélgica o en Pernambuco–; y aquí se hizo amigo de Emilio Alarcos, Gustavo Bueno o Ignacio Gracia Noriega, entre otras figuras señeras.

No le fue mal al Principado con este nuevo asturiano vocacional. Nos redactó con su proverbial finura jurídica partes del Estatuto y normas cruciales de la etapa preautonómica. Y sirvió como secretario general de la Universidad, donde creó escuela de administrativistas, encabezada por Leopoldo Tolivar. Ejerció también como abogado, con éxito, profesión que abandonó porque no quería que su pasión por la literatura quedara sepultada bajo pleitos, clientes, plazos y disgustos. Los lectores de este diario disfrutamos desde finales de los ochenta de unas «Soserías» insuperables, cargadas de gracia y picante.

Un buen día, Paco Sosa nos dejó para irse a León a poner en marcha su universidad. Y gastó después un lustro como fontanero del Ministerio del tinglado territorial, donde trataría de organizar el modelo autonómico y elaboraría la ley de régimen local que todavía sigue vigente. Con el tiempo, en Bruselas comprobaría que los lobbies eran lobos para los eurodiputados. De su experiencia comunitaria nos ha legado textos inmejorables, tanto de lo legal como de lo más mundano.

Como Sosa considera que lo único que le permite ser libre es el oficio de profesor, retornó a su cátedra cada vez que tuvo la oportunidad. En alguna ocasión asumió sin demasiada emoción funciones directivas en los centros en los que enseñó. Así sucedió cuando propuso como decano la «libertad de meada» en una facultad en la que su antecesor había decretado cerrar con siete llaves los aseos. Rechazó asumir altas magistraturas porque no quería vivir en Madrid, adonde no iría «ni conducido por la Ertzaintza», como manifestó a quien se lo ofreció.

Por si fuera poco, Sosa Wagner se ha ganado a pulso su condición de asturiano de pro al haber escrito las mejores páginas sobre el padre del Derecho Público español, el llanisco José Posada Herrera, que fue presidente del Consejo de Ministros y del Congreso de los Diputados.

Nuestro protagonista, uno de los grandes del Derecho Administrativo, insiste en que el infantilismo y la incultura nos han traído hasta aquí. Y que los docentes universitarios tienen menos movilidad que el Doncel de Sigüenza. Melómano y antinacionalista convencido, orador brillante y conversador chispeante. Sosa cambia la curiosidad intelectual por las milongas de los pedagogos, y las lecturas clásicas por las acreditaciones al peso del profesorado. Pero, ante todo, se siente un asturleonés que vio la luz en tierras alauitas, porque los de aquí nacemos –como dicen los bilbaínos, arequipeños o mejicanos– donde nos da la real gana.

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