Limones
Lo mejor del limón es el aroma. Huele todavía a reinos lejanos y a secretos huertos antiguos.
Del mismo modo que todo el océano se condensa en una gota, todo el campo, con sus madrugadas de frío, con sus mediodías de sol, con sus manos endurecidas y sus espaldas cansadas, se puede condensar en un limón, símbolo de lo incomprensible.
Dicen los agricultores que a ellos les pagan el kilo de limones a veinte céntimos y en el supermercado están a dos euros. Nadie entiende cómo multiplica por diez el valor entre el árbol y el escaparate, pero esa es la realidad. De repente me acuerdo de aquello que cantaba Atahualpa Yupanqui: "Unos trabajan de trueno y es para otros la llovida".
Para meterme en situación he cogido un limón de mi limonero. Es muy breve mi huerto, apenas un arriate en el que, entre un laurel y un jazmín, reina el lunero que planté un día del Carmen.
Hoy le he sisado un fruto como quien roba el fuego de los dioses, un don divino, con la única intención de ponerlo aquí, en la mesa donde escribo, para que desangre su aroma sobre la columna y la embellezca, que no me salga arisca de rebelión, aunque sea una columna de rebeldía ante lo injusto. Ustedes que tienen la paciencia de leerme habrán comprobado que me gusta escribir columnas líricas y creo que también a ustedes les gusta que las escriba, que con ellas les aleje por un ratito del fragor de la actualidad, de la aspereza del vivir, y les lleve un poco de luz templada, pero a veces tiene uno que decir lo que debe ser dicho.
El limón, como Marco Polo, hizo un viaje maravilloso antes de llegar aquí. Viene de Asia, dicen que de la India. Ni Homero ni Virgilio supieron de él, por eso no aparece ni en la Iliada ni en la Eneida. Hasta el siglo III no es mencionado en Occidente y su cultivo en España hubo de esperar hasta la llegada de aquellos árabes con alma de nardo que se llamaron a sí mismos andalusíes.
Pero lo mejor del limón es el aroma, como lo mejor del amor, dicen, es subir las escaleras. Huele todavía el limón, tantos siglos después, a reinos lejanos y a secretos huertos antiguos. Es como si solo estuviera de visita, como si, igual que Ulises, soñara todavía con volver a casa. Está aquí, sobre la mesa, llenando el aire de ese ácido dulzor que tiene, de su perfume verde y forastero, pero queriendo marcharse.
Entra un rayo de sol y acaricia al limón, que refleja una sombra sobre la mesa. Pero la luz no se está quieta. Mientras escribo se va mudando, andariega, y de pronto la sombra del limón ya es apenas perceptible, como si Leonardo hubiera andado jugando con el sfumato. Se acaban la luz y la sombra pero, y este es el verdadero regalo de los dioses, persiste el aroma, esa sombra sensorial que tiene el don de destacar en la penumbra. Y por esto dan solo veinte céntimos, una certeza de hambre.
Canallas.
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