Opinión

La niña de la lata

Memoria de la tragedia de Ribadelago y recuerdo de sus muertos

Cada vez que acompaño a amigos asturianos a conocer el lago de Sanabria, lo que en la última década y media ha ocurrido al menos en una decena de ocasiones, me agarra por dentro lo que Unamuno sintió la primera vez que se asomó a ese “espejo de soledades”: un susurro interior desde el silencio.

La contemplación de ese inmenso mar glaciar de Castilla embutido entre montañas, en cuya arquitectura el escritor vasco dibujó el Valverde de Lucerna de su “San Manuel Bueno, mártir”, provoca siempre un íntimo estremecimiento: bajo sus aguas dormitan los cadáveres de 116 personas, víctimas de la rotura de la presa de Vega de Tera, la madrugada del 9 de enero de 1959. Las aguas mansas mastican por dentro de sus tripas esa tragedia, hasta el punto que en ocasiones se ha visto un enrabietado oleaje sobre la superficie, como si los muertos estuvieran removiéndose en su mausoleo de fango gélido.

Acaba de fallecer en Piedras Blancas Magdalena Fernández, una de las supervivientes de aquel oscuro desenlace, cuya fotografía en blanco y negro comiendo de una lata en un paisaje desolador aparecería en los noticieros de todo el planeta. Y uno se pregunta qué pensaría Magdalena, qué recuerdos se le agolparían cada vez que se asomó, si es que lo hizo, a ese paño cristalino que se tragó a familiares, animales y enseres, que solo devolvió los restos, algunos desmembrados, de 28 de los 144 desaparecidos, tras un sunami nocturno de 8 millones de metros cúbicos.

Uno de los buzos que participó en las penosas labores de rescate fue un jovencísimo Alberto Vázquez-Figueroa, años después escritor de éxito que, sobrepasado, jamás dedicó una línea al terrible suceso. Quien mejor ha narrado los entresijos de la tragedia es el periodista sanabrés Delfín Rodríguez, en “La noche que pasó aquello”.

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