Opinión | La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Fue un privilegio haber aprendido allí

Secuela de "Calor", Bill Buford cuenta en "La transmisión del sabor" su experiencia en Lyon, de la brutalidad de la vida en las cocinas a la quintaesencia culinaria en la capital gastronómica francesa

Ilustración de Pablo García

Ilustración de Pablo García

Bill Buford (1954) es de Baton Rouge, Louisiana. Su primer paisaje culinario es el cajún: maque choux, cangrejos de río, el boudin rouge, las ancas de rana toro, la sopa de tortuga y hasta la carne de caimán. Hay un instinto muy carnívoro en la gente del Bayou, amante de las preparaciones fuertes y espesas, que nace entre aromas de chiles y cucharaditas de salsa Tabasco. A Buford, que estudió en California y, después, obtuvo una beca para proseguir en el King’s College de Cambridge, se le despertó ya de mayor el ancestro acadiano de la matanza del cerdo, el cuchillo afilado y el fuego vivo de los fogones. Así decidió hacerse un esclavo de la cocina, de la que solo sale para dedicarse a escribir. Por lo demás, vivió durante 18 años en Inglaterra, donde fue editor de la revista literaria Granta. Durante un tiempo se encargó de la ficción del "New Yorker" hasta que, rondando los 50 tacos, él y su mujer decidieron tirar por la borda sus carreras y lanzarse al nómadeo culinario.

Buford no ha tenido jamás inconveniente en adentrarse en un maelstrom para sacar adelante las historias que protagoniza. Se infiltró en una ocasión, hace ya muchos años, entre los "hooli-gan" para describir como nadie el forofismo ultra en el fútbol británico. De ello, surgió "Entre los vándalos". Para contar la experiencia con rigor es necesario vivirla o sufrirla. Y si, además, uno está dispuesto a convertirse en cocinero, pasando por la dura cadena de la cocina, nada de pijerías autodidactas, desde el el puro aprendizaje lo que hay que hacer puede que sea lo que hizo Buford. Apuntarse a un curso intensivo con Mario Batali, patrón de Babbo (110 Waverly Place, Nueva York), uno de los destacados cocineros italoamericanos, en la actualidad caído en desgracia tras unas acusaciones por acoso sexual.

En esa época, y como cuenta Buford en su libro "Heat" ("Calor"), traducido y publicado en 2007, Batali pasaba la mayor parte del tiempo haciendo unas tareas tremendamente repetitivas: exprimiendo carcasas de pato, noche tras noche, con ayuda de un artilugio diseñado para extraer hasta la última gota de jugo y hacer un caldo que, a su vez, se reduciría hasta convertirse en una de esas salsas pegajosas y engomadas. El libro de Buford es el producto de una aventura gastronómica que duró dos años, desde las tareas más serviles y duras en un restaurante hasta el viaje de aprendizaje por Italia, paso previo a la siguiente etapa francesa reflejada en "La transmisión del sabor". Fruto de atracones pantagruélicos, veladas etílicas interminables y una larga factura de conocimiento práctico, llegó a decir: "Tengo una personalidad un tanto esquizofrénica. Me deprimo si no cocino y me siento bajo de moral si no escribo". No hace falta ser un genio para cocinar. Ni saber química para freír un huevo o cocerlo a la temperatura adecuada. Simplemente, hay que tener ganas de ello, sin mitificaciones y mistificaciones. Consiste en hacer los alimentos comestibles.

"La transmisión del sabor" es la secuela de "Calor". Igual que el precedente giraba en torno a Italia, este tiene que ver con Francia y la cocina francesa. Comienza cuando Buford se encuentra con el venerado chef francés Michel Richard, un genio alocado, dueño de un restaurante en Washington, DC. Trabaja con él durante ocho meses y regresa a su apartamento en Manhattan. Entonces decide que necesita ir a la fuente, a Francia. Él y su esposa, la experta en vinos Jessica Green, habían dejado sus puestos como editores en "New Yorker" y "Harper’s Bazaar", respectivamente, y se mudaron con sus hijos gemelos de tres años a Lyon. Una vez allí trabaja en el legendario La Mère Brazier durante seis intensos meses, durante los cuales parece sentirse demasiadas veces acosado. En otras se le percibe como un marciano en un mundo ajeno y cerrado. Finalmente concluye con que fue un privilegio haber estado allí. La yuxtaposición entre ese mundo desagradable y brutal y la cima de la civilización que representa la cocina es parte de una tensión más amplia, entre lo rudo y lo refinado, lo rústico y lo elevado, que se encuentra en el mismísimo corazón de la cocina, y particularmente de la francesa. Buford nos muestra ambas pulsiones. Bebe la sangre de un cerdo recién sacrificado, sazonada sólo con sal y pimienta, tan tonificante que siente como si estuviera consumiendo drogas. Por el contrario, la cocina francesa es también un lugar reglado. Existe la forma correcta de colocarse el paño de cocina en la cintura y la de usar un batidor. Una tortilla debe cocinarse de una manera, por definición, si no es así no será una tortilla. Peor aún, no será una tortilla francesa: el mayor crimen de todos. Una traición a una cultura que se expresa en su cocina. Lo rústico y lo elevado es una constante en la metáfora de Buford: la suciedad, que representa la conexión ininterrumpida de un viejo país europeo con la forma en que se hacían las cosas antes de que las granjas industriales produjesen los alimentos del siglo XX. En un suelo vir-gen, no industrializado, donde se cultiva el trigo adecuado, con el que se elabora el pan perfecto y del que florece una cultura alimentaria idónea. El título original del libro, de hecho, es "Dirt", que se puede traducir por tierra abonada.

Como cualquier secuela, la inmersión francesa de Buford lucha con la fórmula italiana de éxito que le precedió. La del escritor que a mediana edad desciende a los infiernos de una cocina extranjera que desconoce. En "La transmisión del sabor" no está la figura poderosa de Batali, que encarna todos excesos. Hay otros mentores, Michel Richard, Daniel Boulud, Mathieu Viannay y un panadero llamado Bob, pero ninguno asume el papel ardiente de Batali en "Calor". Es un libro, probablemente, más personal y vivido, por algo el autor traslada a toda su familia a la capital gastronómica de Francia y vive allí durante cinco años. Carece, sin embargo, de la chisporreante gracia de su predecesor italiano y de la abrasiva inquietud que desprende el libro que escribió infiltrado entre los hooligans ingleses.

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