Opinión
Tensión en Oriente Próximo
El peligro de un accidente que prenda la mecha de un conflicto incontrolado
Tras los atentados terroristas en Israel y la inmediata respuesta militar en la franja de Gaza, se multiplicaron los indicios que presagiaban una gran guerra en la región. Más allá del complicado trasfondo histórico que subyace en Oriente Próximo, la coyuntura no hacía sino intensificar los riesgos. Si mirábamos hacia el norte, el papel de Rusia se agrandaba en el tablero de la geopolítica. La guerra de Ucrania no avanzaba según lo previsto por el Kremlin y, al menos durante unos meses, Kyiv y sus socios pensaron que la superioridad tecnológica occidental podría revertir los avances rusos. Es cierto que la campaña del verano no había resultado exitosa y que el apoyo estadounidense empezaba a flaquear, pero a Moscú le interesaba desviar el foco. El lema es tan antiguo como la humanidad: divide et impera, divide y vencerás. ¿Cómo lograrlo? Removiendo las espesas aguas del Oriente Próximo. Así como para Europa la frontera con Rusia tiene algo de existencial, para Washington Israel ocupa un lugar central. Por supuesto, no afirmo –ni conjeturo– que los atentados gazatíes hayan sido ordenados por Moscú. De hecho, no lo creo. Pero sí que al Kremlin y a sus aliados les interesa dividir el foco occidental. Todos sabemos cuáles son los puntos débiles que afectan la seguridad de los viejos poderes que clausuraron el siglo XX: las dos Coreas, Taiwán, Rusia, las corrientes migratorias incontroladas y, sobre todo, Oriente Próximo. Al abrirse el tablero, no son los Estados Unidos ni Europa quienes ganan.
La respuesta de Irán al bombardeo israelí de su embajada en Damasco hay que leerla en esta clave. Si Teherán se atreve a atacar directamente Tel Aviv, es porque percibe que la balanza de los intereses se decanta a su favor. Una respuesta "telegrafiada" sin efecto sorpresa alguno. Una respuesta en muchos sentidos demasiado previsible, pero inquietante por lo que presagia. La clave ahora no es tanto la reacción inmediata de Israel, como el peligro de una escalada regional que fácilmente podría revertir en una III Guerra Mundial, aunque sea en el formato de proxy war. Porque, de hecho, cualquier conflicto en la zona desbordaría sus fronteras naturales, dibujando un doble eje de alianzas militares, e incrementaría aún más otras dos posibilidades: la de que Rusia eventualmente ponga a prueba tras el verano a la Alianza Atlántica (¿a través de Kaliningrado o, tal vez, de los países bálticos?) y la de que se abra un nuevo foco de tensión en Taiwán y Corea del Norte, antes de que se hayan consolidado las alianzas militares de Estados Unidos con Japón y Australia.
Todos los esfuerzos diplomáticos de estos días reman en dirección al apaciguamiento. Las tentaciones contrarias, sin embargo, están ahí y también sus respectivas lógicas. La percepción de la debilidad anima el riesgo, del mismo modo que en las épocas de profundo sonambulismo, más que en la planificación, el auténtico peligro reside en los accidentes, en los hechos imprevisibles. Puede prender la mecha un malentendido, un atentado descontrolado –así empezó la I Guerra Mundial–, unas palabras mal traducidas o un misil equivocado. Es humano pensar que al final del camino prima la razón, pero resulta una estupidez vivir creyendo que la Historia no puede ser irracional. Lo ha sido en el pasado y puede volver a serlo cualquier día.
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