Opinión

Dalí y Juan de la Cruz

El lunes pasado, 13 de mayo, fue inaugurada, en la iglesia romana de San Marcello al Corso, una nueva exposición, organizada por el sacerdote friulano Alessio Geretti, del ciclo "El Jubileo es cultura", preparatorio del Gran Jubileo de 2025. Es la segunda. La anterior, en la iglesia de Sant’Agnese in Agone, en Plaza Navona, estuvo dedicada al Greco. En poco más de un mes, período en el que permaneció abierta al público, la vieron casi trescientas mil personas.

La de ahora se ha centrado en un solo cuadro: "El Cristo de san Juan de la Cruz", de Salvador Dalí. Delante de esta obra maestra está expuesto el dibujo, el original, que hizo san Juan de la Cruz, entre 1574 y 1577, tras un éxtasis. En él figura Cristo crucificado visto desde la perspectiva de Dios Padre.

El obispo de Ávila y las monjas carmelitas del monasterio abulense de la Encarnación, que es en donde se custodia esa reliquia fabulosa, la han cedido con plena generosidad para que pudiera ser contemplada en Roma junto al cuadro de Dalí, puesto que en ella se inspiró el genio de Figueras cuando se la enseñaron durante una visita a Ávila. Captó de inmediato que lo que había visto san Juan en su éxtasis era una realidad muy superior a aquella que intentaban plasmar los surrealistas en sus obras.

Después de ese viaje a la ciudad castellana, Dalí frecuentó en París al autor de una importante biografía de san Juan de la Cruz, a saber, el padre carmelita Bruno de Jésus-Marie, quien inició al pintor de Figueras en las sucesivas etapas de la vía sanjuanista para llegar a la amorosa y perfecta unión del alma con Dios. A él dirigió estas palabras en una dedicatoria: "A mi amigo en san Juan de la Cruz, el reverendo padre Bruno, y a José-María Sert; la comunión espiritual con ellos estuvo en el origen de mi Cristo de san Juan de la Cruz".

El viaje de Salvador Dalí a Ávila se inscribe dentro del proceso de su regreso a la fe católica en los años cuarenta del siglo pasado. El artista, que la había recibido de su religiosa madre, la abandonó en cierta manera, entre otros factores, por inducción de un maestro, que todos los días lo machacaba en la escuela con el martilleo de la sentencia "Dios no existe".

Una reproducción del Cristo de Velázquez, muy querida por Dalí, porque acompañaba a un retrato de su hermano fallecido prematuramente, mantuvo abierta en la sensible alma del pintor, durante los años de apagamiento religioso, la posibilidad del retorno a la fe, que dio comienzo cuando se encendió en él una irresistible fascinación por la física cuántica, en la que, cuanto más se adentraba en su conocimiento, más patente se le mostraba la naturaleza espiritual de la sustancia de la realidad. De hecho, llegó a confesar que, si bien no lograba establecer una relación con él, creía en la existencia de Dios.

Y en 1951, año en el que publicó su "Manifiesto místico", Dalí pintó el cuadro de Cristo que hoy conocemos como "de san Juan de la Cruz". La institución británica "Kelvingrove Art Gallery and Museum" de Glasgow, a la que pertenece la obra, la ha cedido para que pueda ser contemplada en la iglesia romana de san Marcello, en la que se custodia una muy venerada imagen de Cristo crucificado, del siglo XV, que se salvó milagrosamente del incendio que devastó por completo el templo en 1519, que libró, también milagrosamente, a la ciudad de Roma de la peste en 1522 y que todo el mundo vio en la pantalla de su televisor en la impresionante celebración nocturna que el Papa presidió, el 27 de marzo de 2020, en el "sagrato" de la Plaza de San Pedro cuando los contagios por coronavirus se hallaban en el punto más alto y letal de la pandemia.

Ese Cristo de Dalí es conmovedor. He visto a la gente absorta contemplándolo en la iglesia de San Marcello. Y admirarse del dibujo de san Juan de la Cruz, poco conocido fuera de España. El contraste de oscuridad y luz en el de Dalí, en el que no se le ve el rostro a Cristo, ni muestra señales de la pasión, porque nadie le ha quitado la vida, sino que ha sido él mismo quien la ha entregado por nosotros voluntariamente; la serenidad de la bahía de Port Lligat, el perfil del pintor en lontananza contemplando al Crucificado; la unión, en Jesús, del cielo y la tierra, de lo divino y lo humano, de la redención y la miseria, de la eternidad y la finitud, del pasado y el presente hacen que este cuadro del pintor español merezca con toda justicia ser tenido por una de las más representativas muestras de arte religioso de todos los tiempos.

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