Opinión | Un millón

Verano con apellidos

Al verano le sobran apellidos y que tantos oficios determinen cuándo entra y cuándo sale, como si en vez de una estación fuera un tren. No hemos llegado al astronómico –el del calendario– y desde que empezó junio estamos en el meteorológico, que se vuelve otoño el 1 de septiembre. El verano turístico no respeta ni las navidades en Canarias. El sector tiene en el verano la esbeltez de la temporada alta más larga y defiende la desestacionalización, una abolición de las estaciones, en la práctica una estivalización. Los archipiélagos españoles trabajan durante tres estaciones en el veraneo, cada año con más éxito. El turismo es veraneísta.

Por nuestro lugar en el mundo, el verano boreal que tiene el prestigio del primer mundo. El verano austral queda a 6 meses y 12 horas de vuelo al sur, si no lo motosierra Milei, capaz de desregular las estaciones, como hace nuestro sector turístico donde puede, ajeno al estiaje al que somete al resto de los vecinos.

Para la población, el verano es una estación psicológica, un estado de ánimo, un periodo de iniciaciones, el antónimo de la cotidianidad, una fábrica de recuerdos, la mayor factoría de ocio, una panzada de expectativa alimentada por publicidad favorable al milagro antigrasa de la operación bikini, a la subida de consumo por rebajas, a la hidratación de la piel puesta a secar al sol, al sandaliaplanismo, a la óptica oscura, al frío alto y rubio de la caña, a la novela boba y al insecticidio indiscriminado.

El verano luctuoso que abre el chupinazo inverso del balconing y alcanza su ferragosto en los accidentes de desplazamiento corto por carretera secundaria, el que recuenta en playas y piscinas la desgracia de divertirse en la sumersión sin ser especie anfibia, será cada vez más un púgil de golpes de calor para obreros y deportistas y un asesino en serie de ancianos que se deshidratan. Al cambio climático le falta un relato como el del invierno que mataba de frío antes de que la sociedad industrial dominara la calefacción.

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