Un amigo común me acaba de dar la noticia triste de estas Navidades. Ha muerto Campandegui. Él quedó sin habla. Cuando le dejé, no la había recuperado y seguía ocultando su tristeza escondiendo el rostro entre sus manos. Yo, luchando con mis sentimientos, me afano en escribir este pequeño memorando. Se llamaba «Eugenio», que significa «bien nacido» y, ¡tanto que lo fue!, porque nació el día 22 de diciembre, el tradicional de la lotería navideña. Fueron sólo 71 años. Pero fue una lotería, primero, para su madre, Ángeles, que todavía vive y para ella es la mayor pena. Le toca ser en verdad la madre dolorosa. Su padre murió muy joven, pescando en los pedreros arriscados de Pimiango. Desde entonces, madre e hijo único vivieron, en perfecta sintonía, el uno para el otro. Fue una lotería para los amigos que le conocimos y disfrutamos de su amistad y para las parroquias por las que pasó, Cocañín, Bezanes, San Juan de Ávila de Avilés, que él creó y en la que no pudo colmar su deseo de marchar habiendo construido el nuevo templo, pero dejó una viva comunidad, y ahora Ribadesella, donde se encontró como pez en la ría. Si de Jesús, el Señor, se dice en los «Hechos de los Apóstoles» que «pasó por el mundo haciendo el bien», de Campandegui se puede decir lo mismo, añadiendo al final de la frase «haciendo reír».

Se llamaba Eugenio. Fue un genio en todo aquello para lo que tenía cualidades. En las relaciones públicas, teniendo amigos en medio mundo; en el fútbol, de chaval seminarista jugando y driblando y, luego, organizando partidos o levantando clubes deportivos; en el arte, restaurando templos parroquiales; editando revistas y maquetándolas él mismo; cantando y dirigiendo coros; hablando y expresando en cuatro palabras lo que otros decimos en cuarenta; relatando anécdotas o inventando y contando chistes, haciendo reír al más soso del mundo; imitando a quien fuere o simulando hablar idiomas; organizando eventos o solemnidades? Fue capellán de los sordos, de los ancianos, con las Hermanitas, de equipos de fútbol, de jugadores de mus, juego en el que fue de lo más hábil por la mímica increíble que tenía, de la enseñanza, en el Colegio San Fernando, donde derrochó gracia, sembró evangelio y al que imprimió identidad y sello propio? Animador sin precio, lo mismo despertaba tradiciones perdidas que devolvía el humor al más atristayáu. Nada se le ponía por delante. Eso sí, en todo puso su toque sacerdotal. Todo en él era misión pastoral y evangelizadora. En esta actitud, no daba puntada sin hilo. Tuvo tantos éxitos en el mostrador de un bar cualquiera como otros en el confesionario. Fue un luchador nato y gozaba de una inteligencia innata para sumar colaboraciones al proyecto que emprendía. Ahí queda, como última de sus obras, la iglesia de Ribadesella, con la restauración de las pinturas, la colocación de la imagen del Sagrado Corazón y el pulimento de todo el interior que, nada más entrar, te dan ganas de rezar. Ahí también está expuesto ahora, en este tiempo de Navidad, el Nacimiento, obra artesana de su madre, hecha a ganchillo, que es una maravilla. Viéndole, se podía repetir aquello de que «la esencia se vende en frascos pequeños». Con un gracejo enorme decía que él era así, tan pequeño, porque no le llegó el plan de desarrollo, aquel de López Rodó.

Le conocí el día que se inauguró el retablo de la iglesia de mi pueblo de Panes. Lo bendijo aquel obispo, casi principesco, pero cariñoso y preocupado por los curas que fue don Javier Lauzurica. Exigió al párroco que tenía que cantar la «Escola del Seminario» diocesano, entonces uno de los mejores coros de Asturias. Luego nos vimos por los veranos. El venía en bicicleta con Paco Sevares y merendábamos a orillas del Cares. Concelebró en mi primera misa, recién restaurado este rito después del Concilio. Me acuerdo que su voz clara y entonada (pulmón le sobraba) sobresalía entre las de los demás y nos ayuda a no perder el tono. Fuimos colegas en Avilés, donde muchas noches, con Julián, el párroco de la Magdalena y Aurelio Noval, el de Versalles (los dos subieron al cielo jóvenes, como él), nos juntábamos a tomar un vasín con una tapa de pulpo. Al momento todos los «sedientos sociales» eran contertulios y Campandegui el director de orquesta. Nunca pasaba desapercibido. Quedó libre la parroquia de Ribadesella y le apeteció muchísimo. Puntos y méritos le sobraban. Me acuerdo el día que le di posesión canónica. Media hora antes, habíamos entrado en un bar cercano. Y sucedió en la realidad el chiste que contaba muchas veces. Se acercó el camarero y le preguntó. «¿Qué le pongo al señor?». Y le contestó con aquella gracia inigualable que tenía. «Al Señor una vela, a mí un vaso de vino». El camarero quedó desconcertado, hasta que rompió en carcajadas. En las reuniones pastorales era la enciclopedia de la risa y el buen rollo. Los últimos dos años fueron un calvario con las operaciones quirúrgicas que sufrió en ambas rodillas. No pudo recuperarse y acabó en silla de ruedas. No perdió el humor. Era él el que daba ánimos. Había días turbios, los menos, en que todos reconocíamos que muy mal o muchos dolores tenía que aguantar. Deja un estela de cariño y simpatía, de buen cura y humano, excelente amigo y compañero, de fe y amor a la Virgen de Covadonga, y de un gran párroco de esa villa marinera en la que supo hacerse «todo a todos», como un riosellano más. Ahora que estamos celebrando el misterio de la Encarnación, un ejemplo palpable ha sido su vida. Para imitar incluso en lo piadoso, que lo era, pero nunca rancio y postizo. Merece premio y reconocimiento en el cielo y en la tierra. Ya veo yo a los ángeles llamándole para que les haga reír y después cantar juntos el «¡Gloria a Dios en la alturas y paz a los hombres que Dios ama!».