Sebreñu (Ribadesella),

Patricia MARTÍNEZ

El palacio de Sebreñu se vende, tal y como se puede leer en un gran cartel rojo que cuelga entre dos árboles a la entrada. Ahora bien, el precio es un secreto sólo desvelado a los interesados en comprarlo, ya que sus propietarios residen en México y facilitan en el mismo letrero una dirección de correo electrónico a la que dirigirse.

La edificación, construida en 1756, fue adquirida en 1948 por Manuel Junco, un riosellano de Tezangos que con 17 años emigró a México.

Allí logró hacer una gran fortuna con una empresa cuyo lema, muy publicitado, decía «Las tela de Junco visten a México». Fue una persona muy respetada y admirada en la zona y falleció, de forma repentina, hacia 1965 en el país azteca. El palacio pasó entonces a manos de sus herederos y la docena de nietos y bisnietos que lo poseen en la actualidad decidieron, hace escasos ocho días, anunciar su venta.

En realidad fue Acracio Álvarez Álvarez quien colocó el cartel, visible desde la carretera de El Carmen. Natural de Sebreñu, él ha sido empleado y casero del palacio desde 1955, cuando apenas tenía 16 años. «Tengo mucho cariño a esto y claro que me da pena, me crié aquí» explica cuando se le pregunta por la posible venta. En el palacio pasó su infancia, adolescencia y toda su vida adulta, salvo los 18 años que vivió en la vecina localidad de Llovio, donde se casó, antes de llevarse a su familia a la casona.

Acracio Álvarez era uno de los dos trabajadores fijos que Manuel Junco empleaba en el palacio. «Teníamos vacas, una pareja de bueyes, un caballo y cultivábamos la tierra», recuerda el casero, quien todavía se hace cargo del mantenimiento y trabaja en la huerta. En las épocas de más faena, cuando había hierba o recolección de la cosecha, el palacio contrataba otros dos o más obreros de refuerzo.

Pero no se acababa ahí la plantilla, ya que cuando la familia Junco se desplazaba a Sebreñu desde México, se añadían hasta cuatro y cinco criadas, cocinera y chófer.

El palacio fue, como rememora el historiador local Luis Sierra, «una de las casas solares de los Junco, de donde salieron varones muy reconocidos como fue don Pedro de Junco y otros, y el destino -con el dinero- quiso que volviera a los Junco al comprarlo don Manuel a los entonces dueños, la familia Piñán». Enamorado de su lugar de origen y siempre añorándolo, Manuel Junco lo disfrutaba todas las primaveras y, en los últimos años, también durante los otoños. Compartía su tiempo con sus familiares de Sebreñu y amigos de la infancia y Sierra le describe como «un hombre generoso, que regaló tierras para que algunos amigos edificaran su casa, ayudó a sus familiares» y colaboraba con el pueblo en la celebración de la fiesta de San José.

Con el tiempo todo ha cambiado y las prioridades, el valor y el precio ya no son los mismos. El último pasó de las 850.000 pesetas que pagó Manuel Junco a los Piñán, a los 3.500 millones de pesetas que llegaron a ofrecerles cuando la rubia aún era la moneda española y alcanzará la desconocida cantidad de euros que se pagarán por el complejo palaciego en la actualidad.

El cartel lleva muy poco tiempo colgado y ya ha habido algunos interesados en hacerse con esta joya cultural y arquitectónica de Sebreñu, reformada en la década de los setenta pero quizás necesitada de una nueva reparación. Al edificio del palacio, hermoso por donde se lo mire y al que en una ocasión le calcularon unas veinte habitaciones de hotel, lo acompañan un hórreo, una capilla, una segunda casa, un pozo y otras dependencias, todo rodeado por más de trece hectáreas de terreno.

Una de las fincas llega incluso al Alimerka de Los Porqueros y en otra, la que está junto al palacio, los vecinos de Sebreñu celebran cada año la fiesta de San José. Manuel Junco la cedía para este fin, así como la capilla para la misa, en el mismo entorno.

Luis Sierra era de los que creía en la continuidad de los Junco con el palacio, por eso su sorpresa fue mayor y espera «que los nuevos propietarios, si es que llegan, sigan con la consideración para los vecinos del pueblo de Sebreño a la que don Manuel los tenía acostumbrados: prado para la fiesta, capilla para la misa y buena vecindad».