Cuando Enrique Granda Olivar pasaba por la casa de los Victorero a recoger la zapica vacía de la leche, a la vuelta del colegio de los Hermanos de La Salle, en Colunga, ellos le pedían que les mostrase el cuaderno con la tarea. Eran los años 40 y a aquel lastrín de ojos vivarachos ya lo habían apodado “El Sabio” sus propios compañeros de pupitre, un sobrenombre al que hizo honor y justicia durante los 90 años de una vida de libro. Granda Olivar falleció en Llastres el pasado 16 de febrero, dejando huérfana no solo a su familia, sino también a quienes en algún momento tuvimos la suerte de conversar con él.

“El Sabio” tenía la curiosidad, la inquietud por saber, el amor por el conocimiento y además la generosidad de querer ofrecérselo a los demás. Últimamente también la necesidad, porque le preocupaba que se perdiera lo que durante tantos años había ayudado a tejer: la historia reciente de Llastres, la de los hermanos Victorero (emigrantes, empresarios, inventores), la de las cofradías y cooperativas de pescadores, la de la Junta del Sueve. Nada le era ajeno, pero fueron sus habilidades matemáticas las que le hicieron administrador contable de todos ellos. Estudió Comercio en la academia Ojanguren de Oviedo gracias al mecenazgo de los Victorero, seis hermanos -tres hombres y tres mujeres- que hicieron fortuna emigrados en México y que huyeron de la Revolución de 1911 escondidos en barriles. En América dejaron a un séptimo hermano, varón, que formó allí su familia. Durante la travesía de regreso prometieron que si llegaban sanos y salvos levantarían la emblemática cruz del Picu Pienzu, que lleva más de un siglo coronando El Sueve.

Esta historia y otras muchas las contaba “El Sabio” con una gracia y un detalle ya en peligro de extinción. Con mimo pero con presteza -dicen sus hijos que esa prisa es propia de los Olivar- era capaz de construir un sentido completo alrededor de la enorme cantidad de documentación que recopiló y ordenó. Se casó en noviembre de 1955 con Josefina Rodríguez Granda, “Jose”, con quien vivió 48 años “con muchas carencias pero muy felices” y con quien tuvo cinco hijos. En sus escritos se alternan pinceladas personales como el banquete de chocolate y pasteles que ofrecieron en El Cafetín después de casarse con otras casi antropológicas, propias de un sabio apasionado por todo cuanto le rodeaba, que incluye en el mismo relato les madreñes con clavos ferraos que llevaron varios invitados al enlace o cómo era el urbanismo lastrín en aquel momento.

Unas y otras las tiene recogidas en varios cuadernos –iba por el séptimo- con sus memorias y otras anotaciones, una labor a la que dedicó los días de lluvia de sus últimos años en su casa del barrio de El Piqueru. Allí, en un despacho tan lleno pero tan disponible como su memoria, evocaba, por ejemplo, su primer encuentro con los Victorero. Los vio pasar a caballo desde la finca en la que él, con 9 años, vigilaba las vacas. Se quedó embelesado, los siguió a poca distancia y descuidó el ganado, que acabó en la finca plantada de remolacha de la familia de Los Toyos. Los Victorero pagaron los destrozos causados por el ganado de “El Sabio” y además se responsabilizaron de que el chiquillo los hubiera seguido.

Enrique Granda Oliva, en su juventud, con su esposa Josefina Rodríguez Granda, "Jose".

Aquella relación fue sólida y duradera y Granda Olivar fue testigo, entre otros, de hitos tan señalados como la comercialización de la máquina para liar cigarros “Victoria”, que pusieron a la venta en 1915 y que circuló hasta 1963. O el ingenio hidráulico del belén de Llastres, que sin energía eléctrica recrea el amanecer, el oscurecer, las estrellas y la luna reflejada en el agua. En la Casa del Pescador perece olvidado un juego de mesa de inspiración marina también inventado por estos hermanos. Además de llevar la contabilidad de esta singular familia, Enrique Granda llevó las de cofradías y cooperativas de pescadores (en los años 70 viajaba mensualmente a Madrid para representarlas) y cuando se jubiló, lejos de parar, diversificó la actividad. Pasó a ser el administrador de la Junta de su amadísimo Sueve, por el que caminaba casi semanalmente. En los últimos años, ya octogenario, gozaba también de ir a Maitina, la finca familiar, y de charlar con sus vecinos en los bares de la villa lastrina o de Colunga. Y era un asiduo del club de lectura del telecentro municipal, donde se abrió a otras ficciones además de “el librón”, como él llamaba a Don Quijote de la Mancha, leído y releído. Fue concejal del Ayuntamiento de Colunga en dos ocasiones, corresponsal de LA NUEVA ESPAÑA, hombre religioso y familiar que estaba muy orgulloso de preparar la comida los domingos para hijos y nietos. A la mesa lo recordarán por el aju arrieru de raya y por la menestra e indeleble queda el recuerdo del café con bizcocho que disfrutó en La Esquina, en Colunga, el día antes de fallecer. En cada rincón de Llastres todos lo recordarán siempre por su bondad, por su integridad y por las insaciables y realmente contagiosas ganas de saber.