La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Visiones De Ciudad

Atletas del Cau

La ciudad en los ochenta, desde las pistas del Estadio Universitario

Atletas del Cau

Quiso el destino que a mi señor padre le gustase el deporte; y sobre todo quiso el azar que ese mismo señor, Eugenio, tuviese una mente abierta y decidiese educar a su única hija, nacida el segundo año de la década de los sesenta, con los mismos valores y principios que le habrían servido, si su mujer hubiese dado a luz un varón. Reconozco que fue una suerte y no me canso de agradecerlo; así que llegué a las pistas del Cau con quince añitos y buenos principios, además de un montón de ilusiones. Y quedé fascinada por el color rojo de la ceniza y por la profesionalidad del grupo de atletismo que calentaba en el abanico del campo de fútbol. Con el tiempo me enteré de que el equipo de atletismo era el hermano pobre de los de fútbol que corrían por el campo, cuando y como querían. Pero los atletas casi no podíamos pisar aquel césped, que con tanto esmero cuidaba Luis Fanjul, gran jugador de dominó y hombre de férreas convicciones, con el que resultaba interesante llevarse bien.

Yo, que venía de Mieres, me bajaba de la Empresa Fernández en Llamaquique; pasaba por delante de la cafetería Lira y por la puerta de la Iglesia Redonda; bordeaba la parte de atrás del Colegio las Dominicas subía la cuesta de la calle Valdés Salas, donde estaba la cafetería San Gregorio, y bajaba hasta el gimnasio de la piscina. Allí nos cambiabámos antes de pasar al rincón de la pista, donde teníamos el campamento base. Aquella instalación deportiva, a la entrada de la capital asturiana, rodeada por el Edificio Blanco, que en el futuro pasó a ser Medicina Deportiva, y por los colegios América y San Gregorio, impregnó de valores a muchas generaciones de asturianos.

Oviedo siempre fue una ciudad limpia, elegante, con mucha clase y con estilo propio. Conocí Oviedo y todos sus entresijos, desde aquel rincón de la pista, al abrigo del aire que soplaba siempre en línea de meta. Nos sentábamos en un banco debajo de la grada, justo en la salida del doscientos. ¡Oh Dios! El mejor rincón de la ciudad. Cuando hacíamos las progresiones corríamos hacia un Aramo casi todo el año moteado de nieve, y hacia unos pinos que ondeaban al viento en la curva de la ría. Y aunque yo no era del Oviedín de toda la vida, aprendí a amar la ciudad desde aquel lugar.

Allí aprendí que siendo mujer en un mundo de hombres como el del deporte, el del deporte universitario o el de España entera, tenía que andarme muy espabilada para tener las mismas oportunidades que los chicos. Aprendí que somos diferentes pero que tenemos los mismos miedos; y sufrimos igual. Pero sobre todo, aprendí, a pelear por lo que quería.

Desde allí, me hice ciudadana del mundo; tuve el placer de conocer a mitos vivientes como Juan Torena o Sergey Bubka; y a otros que, siendo también grandes deportistas, dominaban en una geografía más reducida, y que se convirtieron en mis compañeros. Hablamos de un señor, dentro y fuera de la pista, de apellido, Valverde, que era policía y estudiaba derecho. O aquel otro, Kike, "el cascante", para más señas, que hacía del entrenamiento un rato divertido. Pero de entre todos aquellos nombres me quedaron buenos amigos; amigos para siempre, como Vicente, un chaval, en el buen sentido de la palabra, bueno, y que estudiaba medicina; o Manolín, el de Candás, que llenaba el estadio con su sola presencia. Chicos, chicos, chicos; mucho género masculino y de mujeres, en el CAU, poquitas; Encarnación Valiñas y yo; Virginia y yo; yo y Virginia. ¿Qué significaba?

Los que allí nos reuníamos, observábamos la ciudad con devoción, y éramos hijos de diferentes madres, de estratos sociales diferentes y rezábamos diferentes credos, pero algo teníamos en común: o corríamos mucho, o nos encantaba correr. Y aunque desde fuera pudiera parecer que en aquel lugar imperaba la tiranía de la calidad física, en el fondo anidaban los buenos valores que el deporte fomenta. Era habitual, en un deporte escaso de dinero como el atletismo, crear dioses de barro que se desmoronaban al salir de la pista.

Tampoco nosotros, los atletas de provincias, como nos llamaban en Madrid, vivimos la juventud como los demás jóvenes de nuestra edad, porque salíamos de fiesta veces contadas. Nuestras opciones eran el cine de los sábados por la tarde, en los Brooklyn, con un buen paquete de conguitos, eso sí; y la caña después de entrenar, en Jaiman, un bar en la calle Fermín Canella. Por cierto, la cañita nos la jugábamos a los chinos. Frecuentábamos también una cervecería en Muñoz Degraín llamada Kronen, donde competíamos a los dardos. Competíamos por todo. Pero a cambio de tanto sacrificio, era un gustazo deslizarse por la pista; y a cambio de tanta dedicación, teníamos aquel sentimiento de amor por lo que hacíamos que lo llenaba todo. El atletismo lo llenaba todo; seleccionaba nuestras compañías; escogía nuestras conversaciones y diseñaba nuestro tiempo libre. En definitiva, el Cau marcaba una forma de vivir, y teníamos el corazón verdinegro, porque si no podíamos correr, no era nuestra guerra.

Pero también es cierto que si como atleta no tuve especiales problemas; como entrenadora viví en mis carnes el machismo de la época. Un buen entrenador, hombre, era algo que se demostraba en un momento y quedaba dicho. En cambio yo, como mujer, debía de corroborar cada día, y en cada metro que corrían mis atletas, lo buena entrenadora era. Debía demostrar que era algo más que una mujer, rubita y mona, que paseaba su palmito por la pista; y eso no me lo ha contado nadie, lo he vivido yo. Yo he sufrido el machismo en este deporte con tantos, afilados e hilvanados detalles que necesité mucho coraje para seguir allí. A las mujeres del deporte, en mi generación, como en tantas otras, el género masculino nos lo ha puesto difícil, pero no ha podido con nosotras.

Merece la pena recordar que nací en Loza pero me hice persona en Oviedo. Aquí fui universitaria; aquí me formé como atleta y de aquí son mis mejores amigos. Y como lo único seguro en la existencia es el cambio, ya no voy todos los días al Cau, pero mi vida social y un gran pedazo de mi corazón siguen alrededor de esas pistas. Sigo tomando los cafetinos con mi gente, en el Mari Luz de la plaza San Miguel. Pero lo que más me une a esta muy noble Vetusta, es que aquí nació mi hija; y ella ama esta ciudad sobre todas las demás, y siempre tiene a punto un: "¡Mamá, que bonito es Oviedo!".

Pero no quiero que se revendan conciencias, ni someter mis recuerdos al olvido, porque de repente me he hecho mayor y se me han acabado las prisas y las ganas de figurar. De repente quiero decir lo que digo, y sentir lo que siento; y si pudierais mirar a través de mi corazón, veríais a una adolescente, rubia y pecosa, corriendo libre como el viento, en la pista del Cau.

Compartir el artículo

stats