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Antonio López, al otro lado del espejo

Vida y pintura auténtica del maestro invitado a la próxima Semana Profesional del Arte, que se celebrará en Oviedo

El autor del artículo, con Antonio López, en su estudio, ante el cuadro de la nevera, “el bodegón del siglo XXI”, en palabras del pintor.

Es elocuente en sus silencios, persuasivo en sus palabras y convincente en sus obras. Cuando habla siente mucho lo que dice, y cuando calla piensa mucho lo que no dice. Y en ambos casos, mantiene convicciones y creencias, algunas no exentas de dubitaciones y debilidades. En esa arquitectura física y espiritual, entre labriega, ascética, académica y monacal, habita un maestro de la pintura y un sabio de la vida. Es célebre sin ser muy consciente de ello y sobrelleva su popularidad con humildad y discreción, tanta que, muy a menudo, le gustaría ser invisible. La soledad es su mundo y en él encuentra preguntas, más que respuestas, para casi todo lo que le importa y es importante. Por eso disfruta tanto estando solo y a la vez agradece tanto la compañía, sin que le aburran ni la una ni la otra. Tiene más admiradores que amigos, aunque todos ellos, al fin y al cabo, pueden llegar a ser unísonos, unánimes e intercambiables.Y será el gran protagonista invitado en la nueva Semana Profesional del Arte, que celebrará este año su primera edición, en Oviedo, entre el 4 y el 14 de junio.

Así es, así creo que es, Antonio López García, pintor nacido en Tomelloso, que, desde Madrid, se hizo universal sin renunciar a su tierra y a ninguno de los sentimientos de pertenencia que le arraigan, modelan e identifican. Y desde los cuales, contempla, con tanta inquietud como serenidad, la realidad de su entorno más cercano y lo hace sin ópticas ajenas ni subterfugios o trampantojos; y la pinta, con biológica ternura y reflexiva y engañosa imprecisión, tal como parece que es, tras un difícil y hasta doloroso proceso de elaboración –emocional, físico y mental– que termina por hacerla suya, particular y única y, por ende, entendible y sentida por cuantos la contemplan y la comparten.

Si hay una cualidad que define y valoriza la pintura de Antonio López es la autenticidad, la misma que es también su principal atributo como persona, por encima de otras muchas virtudes como la sencillez, la franqueza, la mesura, la circunspección… Nunca se creyó lo que no es –ni tampoco del todo lo que es– y siempre tuvo más dudas que certezas sobre sí mismo y sobre lo demás y de estas últimas, las que tiene son pocas, firmes, básicas e irrenunciables.

Durante años, a ratos nunca perdidos, compartí con Antonio López circunstancias y vivencias más o menos esenciales: jurados, cuya presencia en ellos fue decisoria, respetuosa y fraternal; comidas, en Madrid y de estas, alguna en su casa, ante la presencia cálida y silente de su esposa Mari y frente, por ejemplo, a un suculento plato de lentejas, que todavía recuerdo; en Asturias, donde su primera visita era, invariablemente, para su queridísimo amigo y compañero de Facultad, Félix Alonso; sesiones de trabajo en su estudio ilustradas todas ellas por conversaciones, sin principio ni fin, que eran lecciones magistrales de profundo conocimiento y sensibilidad suprema, mientras se planteaba ante un lienzo en blanco una nevera repleta de alimentos, que él llamaba el bodegón del siglo XXI o manejaba, con dudas infinitas e incesantes, la distribución de figuras en el retrato de la familia real española; mañanas inolvidables en el Palacio Real, desde el que se afanaba en pintar, sin llegar a una conclusión plena y satisfactoria, los Jardines del moro, con epílogo nutricional y gratificante en El alabardero; entrevistas sobre el terreno para captar ideas que más tarde plasmaría en la Medalla del centenario de la cementera Tudela Veguín … Horas y horas, en fin, de trato y aprendizaje que sustentan una relación de amistad, verdadera y recíproca, y en mi caso creciente y agradecida, como lo son igualmente el respeto y la admiración.

Contemporáneo y clásico, sus referencias –y preferencias– estéticas son de todos los tiempos y más del pasado que del presente; de gustos refinados y costumbres morigeradas, goza de la mesa y de la sobremesa y disfruta, sobre todo, de la charla como un sistema de comunicación y entendimiento. Es más hombre de pueblo que de élites y así se siente reconocible y reconocido. No olvido su asombro y su emoción en Casa Maravilla, a la siniestra del Cabo Peñas, cuando se vio abrumado por la espontánea veneración de Pepe y de su esposa Tere, cuyos elogios tiene más vivos en la memoria que el gusto de su exquisita gastronomía.

Es retraído, pero no rehúye a nadie. De inmediato percibe si quien le interpela es un adulador o un cínico; aquella muyerina que un día le interrumpió en su paseo por la plaza de la Catedral ovetense, no sabía quién era, pero él escuchó atentamente las reflexiones que le hacía sobre la escultura de La Regenta, sin perder la sonrisa ni recurrir a la réplica o la refutación. Precisamente por ese talante –que es su más notable talento– todos los que le conocen, le quieren y los que le quieren, le admiran y todos ellos se sienten con él identificados, cualquiera que sea su nivel cultural y social, al amparo de su genialidad, que es su don más eminente y una gracia superior que todo aquel que la posee, la recibe como un designio –y un signo– de predilección y providencia y nunca como un mérito, una conquista o una recompensa.

Sobrio en su conducta, caballeroso en sus actos, fabril en su trabajo –y febril cuando se pone a ello–, desinteresado de los bienes materiales, parsimonioso como viajero, comprometido consigo mismo, cumplidor de sus obligaciones, testigo crítico y doliente de cuanto pasa y protagonista involuntario y contemplativo de su propia biografía y de una actualidad que en muchos aspectos reprueba y en lo posible trata de mejorar. A fin de cuentas, y él lo sabe muy bien en su propia carne, pintar es un acto de invocación y de reconocimiento, que tiene bastante de confesional, mucho de redención y algo, en ocasiones, de rendición.

Y cuando se produce esa milagrosa confluencia –una mezcla, impar y difusa, de voluntad, azar, infortunio y gloria– la ceremonia y el misterio de la pintura trascienden y eclosionan en una gozosa epifanía, con la firma (ángulo inferior derecho) de Antonio López.

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