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Alma de Oviedo

Una autoridad en la botica

La azarosa vida de Flor Álvarez de Toledo, pionera en administrar metadona en forma de jarabe en su farmacia de los Alsas

María Flor Álvarez de Toledo. | Miki López

María Flor Álvarez de Toledo Saavedra (Lugo, 1939) fue la farmacéutica de los Alsas. Pionera en la administración de la metadona vía oral en España en los años ochenta e impulsora de un cambio en su profesión hacia un modelo de seguimiento farmacoterapéutico como defiende la asociación “Pharmaceutical care”, que en España presidió durante tres años, en 1965 se casó con el médico Paco Arroyo en la tierra de sus padres, Villafranca del Bierzo. Allí su familia mantiene vivo el cuidado de las viñas que tanto preocuparon a su padre.

Parece Flor Álvarez de Toledo una mujer mirada, aunque recia en sus afanes, que ha logrado equilibrar la natural adustez castellana con una curiosidad infinita y cierto estado de revolución latente. A ese tipo de imperturbabilidad solo se llega con una biografía que arranca puesta en una ventana, viendo cómo arde tu casa, fascinada con las llamas de la misma forma que lo hubiera hecho cualquier niña ante un espectáculo de pirotecnia.

Fue en Villafranca del Bierzo, la tierra de sus padres, José y Consuelo, aquel día en que la abuela salió a oír misa al convento y le dijo a Ángela, la chica que tenían en casa: "¿Por qué no friega un poco el pasillo, que parece que ahora hace calor?". Mari Flor recorría aquel corredor enorme con su triciclo, salió la abuela, Ángela se puso a fregar y, de pronto, el techo cedió y el desván, envuelto en llamas, se les cayó encima. La sacaron entre gritos a ella y a su hermana Conchita, recién nacida. No hubo heridos ni tuvo, dice, trauma alguno. Al revés, con sus tres años, y ya a salvo en otra casa de la familia, recuerda pasar las siguientes horas viendo arder la hacienda.

Veinte años más tarde, estudiante ya de Farmacia y Políticas en Madrid, un día sonó el teléfono y le dijeron que su novio, el arquitecto Juan Gefaell, acababa de matarse en un accidente de tráfico en Roma, cuando iba en la Vespa a llevar el cuadro de un amigo a una exposición. A dar forma a este cóctel –hoy– de templanza y arranque también tuvo que ayudar aquella tragedia, que la dejó desencajada en medio de sus anárquicos años universitarios.

Las piezas volverían a su sitio en la recién inaugurada biblioteca del Hospital. Después de un "cursus horribilis" su padre decidió atajar el duelo y mandarle allí con Amparo Fernández, la bibliotecaria. Aquel hombre, un abogado del Estado que había perdido a su padre muy pronto y que había logrado salir adelante gracias a la farmacia que un tío suyo tenía en Zamora, no iba a renunciar tan fácilmente al futuro pensado para su hija mayor. Detrás venían demasiados hermanos (siete), él era hipertenso y sabía que "con una farmacia se podía dejar de pasar hambre". Lo que no sospechaba es que uno de aquellos días del verano del 62 otro zamorano, Paco Arroyo, uno de aquellos jóvenes médicos que estaban poniendo en marcha el hospital de Asturias, junto a Melchor, Cardeñoso y Sastre, entraría a la biblioteca y se preguntaría qué pintaba allí aquella chica pelirroja, sin bata.

El mundo volvió a encajar, Flor sacó la carrera en Santiago en tiempo récord, abrió la farmacia en el edificio que acababan de inaugurar donde los Alsas y en 1965 se casaron. La pandilla de médicos amigos del matrimonio –César Pedro, Cabaleiro, Antonio Noriega, Plaja Masip– les convencieron para solicitar una estancia en Estados Unidos. Dejaron a su primer hijo con los abuelos. De Londres pasaron al Johns Hopkins Hospital (Baltimore) y allí los americanos también dieron trabajo a Flor. Primero en el departamento de dietética, luego en bioquímica y en enfermedades reumáticas, disfrutó de un ambiente científico maravilloso, trabajó con una chica persa, musulmana de Irán, y una judía y descubrió que la convivencia, al revés de lo que podía haberle enseñado la España de entonces, era posible. "Aprendí muchísimo y me abrió mucho la mente, me vino muy bien".

De regreso a Oviedo nació otro niño, y con la tercera en camino siguió con una persona en la farmacia y se sacó una plaza de adjunta en el laboratorio de Bioquímica del Hospital Covadonga. Allí ganaba el doble que en la botica y los gastos, como la familia, iban creciendo.

Con toda esa experiencia previa, cuando Flor se quedó ya solo con la farmacia no se pudo resignar a que la profesión se redujera a cortar el precinto y pegarlo en la receta. Sabía que la colaboración con los médicos y las reuniones de coordinación eran cruciales para que una analítica respondiera al objetivo planteado, que cuando el médico receta aquello que puede resolver un problema, el farmacéutico debe pensar en qué puede hacer más daño al paciente. No ser mera correa de transmisión y sí parte activa en el seguimiento farmacoterapéutico, el "Pharmaceutical Care", en inglés, como se llama la fundación que presidió durante tres años. Esa actitud es la que le movió a estudiar qué se hacía en Estados Unidos o en el resto de Europa con los drogadictos cuando, en los años ochenta, empezaron a llegarle a la farmacia recetas de morfina inyectable para tratar la adicción. Descubrió la metadona vía oral, se lo contó a los psiquiatras de Oviedo, y Pedro Quirós, Alfredo Martínez o Julio Bobes accedieron a cambiar sus recetas. Donde sus colegas en Suiza ponían el polvo de metadona con la mermelada, ella hizo un jarabe de naranja utilizando Tang, y, así, junto a alguna otra farmacia pionera en Barcelona, Flor Álvarez de Toledo estuvo en el origen de la legislación de la metadona vía oral y en los centros que luego se abrieron con Juan Luis Rodríguez-Vigil en la Consejería de Sanidad. Se jubiló en 2007, su hija Lucía lleva ahora la farmacia, y aunque lamenta no haber logrado cambiar el papel del farmacéutico en España, como se vio con el covid, concede que habría tenido que llegar a ministra o a directora general de Farmacia para conseguirlo. Y uno se despide de ella y juraría que, si se lo propusiera, todavía estaría a tiempo.

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