Poco a poco nos van arrancando a los otros, que son las raíces que nos mantienen erguidos. Nos las corta la muerte, antes de que nosotros nos desplomemos para siempre.

Sin los demás no somos nada. Esa soledad que es vida y destino se quiebra cuando encuentras a otro y hablas con él y notas que estás y que estáis.

Alberto me había enseñado hace unos días sus últimas creaciones después de tantos años de parálisis. Había en ellas esa fuerza que tenía, como un resplandor. Su don estaba allí y yo esperaba verlo explotar. No le dio tiempo. Sigilosa y fatal la muerte lo esperaba a la puerta de su casa. Lo atacó como ella sabe, por la espalda, y él se doblegó con entereza, sin un lamento. A sus hijas, que tanto lo amaban.