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José Ramón Castañón, Pochi

La laicidad de los ayuntamientos

La relación entre los poderes públicos y la religión

La semana pasada dialogaba con dos concejales de nuestro ayuntamiento de Oviedo, ideológicamente posicionados en polos diferentes, y ambos se preguntaban qué es lo que pasa en Gijón con el cacao mental de la alcaldesa, que trata de confrontar y condicionar con una ideología rancia y trasnochada su relación con las tradiciones religiosas. Coincidíamos en un concepto de laicidad del Estado, entendiendo por tal que este no es competente en materia religiosa en cuanto tal, que la fe es independiente del Estado; que, por supuesto, el Estado ni es ateo, ni agnóstico, ni confesional, ni concurre, ni compite, ni sustituye al ciudadano en sus creencias religiosas. Por ello se relaciona con el hecho religioso y las distintas confesiones a través de su repercusión social y jurídica. Descubrimos algunos equívocos o discursos falaces.

Equiparar Estado y Sociedad lleva a concluir que el Estado puede arrogarse ser agresivo, hostil, laicista frente a la religión. Pero la sociedad es ámbito independiente y sustentador que mantiene sus creencias, que deben ser tenidas en cuenta por los poderes públicos y reguladas por acuerdos de convivencia y derecho.

Otro equívoco es el contraponer laico a confesional o religioso, de tal modo que si eres creyente o vives convicciones religiosas, ya no eres laico ni tienes derechos civiles. Laico lo es el creyente y el no creyente, porque ambos son ciudadanos en plena igualdad, ni más ni menos.

Otro malentendido, no casual, es pensar que el pensamiento del creyente va unido a un discurso académico, político, científico reaccionario y antisocial; mientras el pensamiento “laico” es neutro, científico, objetivo, sometido a la razón. Pero este caso nos dice que el pensamiento “laico” está lleno de ideología, concepciones del hombre y la sociedad que, bajo su aparente neutralidad, intenta imponerse como un laicismo confesional que elimina toda tradición identitaria de un pueblo y su historia.

La laicidad está estrechamente emparentada con la democracia, con la separación serena y dialogante de esferas entre lo religioso y lo político, con la tolerancia religiosa, con los derechos humanos, con la libertad de religión y de creencias, y con la modernidad política desvestida de ropajes ideológicos.

Desde una perspectiva funcional, la laicidad es un régimen de convivencia diseñado para el respeto de la libertad de conciencia, en el marco de una sociedad crecientemente plural, o que reconoce una diversidad existente. Lo que constituye un común denominador esencial en cualquier tipo de sistema sociopolítico al que se le denomina “laico” y nunca laicista.

Podemos observarlo desde dos posibles perspectivas; la de una laicidad de construcción o la de un inevitable anticlericalismo, en la medida que la gestación de un nuevo Estado significaría la creación de un espacio público autónomo y beligerante con las creencias de los ciudadanos. La laicidad no es intrínsecamente anticlerical ni mucho menos antirreligiosa. Sino que surge precisamente como un marco institucional necesario para el desarrollo de las libertades, particularmente la libertad de creencias y la de culto. Libertades que debe gestionar y armonizar las instituciones sociales y políticas, propiciando la permanente integración, diálogo y encuentro entre las distintas sensibilidades, porque, pensemos como pensemos, todos los ciudadanos encarnamos y defendemos algún tipo de creencia.

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