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Crítica / Teatro

El sacrificio de Urania

Verismo interpretativo y pérdida de complejidad frente a la novela en la adaptación de “La fiesta del Chivo”

La novela de Vargas Llosa es portentosa. Es un thriller espeluznante que tiene por objeto mostrar de manera fehaciente los engranajes de la dictadura de Trujillo durante 30 años en la República Dominicana. El horror y el terror, pero sobre todo el endiablado orbe de equivalencias y correspondencias que se establece entre las jerarquías de poder, los intereses cruzados y las dependencias. La trama muestra de manera pormenorizada el atentado que acabaría con la vida del dictador y sus consecuencias, el pálpito y el miedo de los implicados y la política que determinaría los hechos. Pocas obras hay en el mercado que alcancen igual grado de plenitud y complejidad. Sin embargo, a todo ese realismo descarnado le pone punto final un capítulo simbólico y efectista –a mi juicio innecesario– donde se muestra al secretario del senado ofreciendo la virginidad de su hija de 14 años al dictador, para intentar zafarse de unas represalias inminentes. Pues bien, ese es el pasaje o línea de acción que Natalio Grueso ha decidido llevar a las tablas como representación de la novela, eclipsando todas las demás.

El sacrificio de Urania

Siempre que se adapta una novela se tropieza con la materialidad del teatro, que impone sus reglas. La identidad radical del teatro consiste en la representación de un universo de ficción en un tiempo y un espacio que es el mismo que el del espectador que lo contempla. El vivo y el directo, evidentemente. Nada que tenga que ver con el cine ni la novela. Por eso el trasvase y recodificación de signos de un medio a otro es una labor dificilísima. El reto está en darle cobertura carnal y estética a una épica que tiene su razón de ser, principalmente, en el estilo indirecto. La adaptación de “La fiesta del Chivo” de Natalio Grueso se queda en unos cuadros indeterminados y abiertos, apuntalados en monólogos y soliloquios, incapaces de articular un núcleo de cohesión argumental firme y resuelto. A juzgar por los resultados, la dirección de intérpretes de Saura es excelente, con una sobria propuesta convencional que refuerza el estatismo. La proyección de unos dibujos y animaciones al pastel, de sesgo impresionista, refuerza una ambientación caribeña desenfadada como para quitarle hierro.

Pero la gran baza que sostiene el montaje son los seis intérpretes que nos seducen con su verismo. Empezando por Juan Echanove, que encarna a un Leónidas Trujillo magnífico, con una dicción impecable y repleta de matices, alejado todo lo posible del estereotipo. Lucía Quintana asume con éxito el personaje de Urania Cabral como Ifigenia sacrificada, a la que dota de gran ternura y naturalidad. Eugenio Villota como implacable y siniestro terrorista de estado y Gabriel Garbisu como el padre atrapado por las circunstancias. Eduardo Velasco representa muy bien a un ser mezquino que es cómplice con el sistema y David Pinilla a Balaguer, la lucidez personificada, que es muy consciente del complejo sistema de relaciones en el que la dictadura se halla inmersa.

El público refrendó con grandes ovaciones un trabajo interpretativo espléndido en esta apuesta por rescatar un episodio aciago de la historia contemporánea.

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