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Carlos Fernández Llaneza

Tiempo de recuerdos

Preservar a nuestros muertos en la memoria es la mejor forma de que sigan a nuestro lado

Estrenamos noviembre. Menguan los días. En tardes despejadas la luz postrera tinta los cielos de rojo regalando instantes únicos. Las hojas vencidas alfombran calles y parques con mil tonos ocres. En breve, las primeras pinceladas de blanco en las cumbres próximas presagiarán el próximo invierno. El aire de las castañas quizá mueva a alguno a ir a la gueta. Y en contraste al ocre reinante, floristerías y bazares se llenan de los multicolores crisantemos. Tan propios para estas fechas de recuerdo. La tradición aún manda. Y son miles los ovetenses que acuden a los cementerios a recordar a quienes ya no están. Preservarlos en nuestra memoria es la mejor forma de que sigan a nuestro lado. Muchos de ustedes conservarán recuerdos de infancia de acudir al camposanto a adecentar sepulturas como si el día 1 se pasara rigurosa revista. Personalmente, no puedo evitarlo, mi memoria mantiene en esta fecha hondas raíces. Acudir en compañía de mis padres al cementerio de Santa Marina de Piedramuelle donde reposa mi abuela paterna a la que sólo podía imaginar pues no la conocí. Un sencillo cementerio rural que ese día se abarrotaba y del que perdura en mí el recuerdo del olor de las lamparillas de aceite mezclado con el de las flores frescas y la tierra húmeda.

Tiempo de recuerdos

Y, cómo no, el cementerio de San Pedro de los Arcos en el que muchos ovetenses dijeron adiós a sus seres queridos y que fue protagonista, involuntario, de tantos sucesos trágicos en el turbulento siglo XX. Junto con el de Santullano, los dos cementerios parroquiales que sobrevivieron hasta no hace mucho. En el caso de San Pedro, fue en octubre de 1964 cuando se iniciaron los trabajos de monda y traslado de los restos mortales de aproximadamente ochocientos cadáveres, trabajos que concluirían en 1968. El cementerio había sido clausurado el 31 de agosto de 1956 “por manifiestas razones de higiene, salubridad y urbanismo”. También en 1964 se habían trasladado desde San Pedro al Valle de los Caídos nada menos que 1.018 cuerpos de una fosa común, de las más importantes de la ciudad, recuerdo hiriente de un triste capítulo de nuestra historia. El 8 de febrero de 1971 las excavadoras pondrían el definitivo punto final. Entre sus muros quedó mucho dolor, muchas lágrimas derramadas, muchas tragedias escritas en su tierra.

Lejos de aquellas fechas dolorosas, en sus últimos años, fue para los escolares del vecino colegio patio de juegos y escenario imaginativo de mil y una historias sobre aquellos nombres grabados en la piedra y en el tiempo. Y entre el miedo y el nerviosismo contenido tratábamos de frenar la tentación de levantar lápidas o curiosear, casi profanamente, en el osario en busca de algún trofeo macabro que enseñar, envalentonados, a los amigos.

Me agradaría, con estas líneas, avivar en ustedes la memoria de algún día de noviembre de su infancia. De camposantos que visitaban, algo temerosos, asidos a la seguridad de las manos de sus padres, en un acto entre social y religioso a rememorar a los suyos. Seguro que aún permanecen multitud de esos recuerdos agazapados aguardando la más mínima ocasión de salir del letargo. A ellos les debemos que hicieran lo posible para que llegáramos a ser lo que hoy somos. Disfrutemos de esta fecha de remembranza no vaya a ser que el omnipresente y cansino “Halloween” la borre para siempre.

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