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Carlos Fernández

Los churros

La buhardilla tenía goteras y una viga rota. En invierno el frío era polar, en verano el sol recalentaba las tejas y aquella viviendina en la Calle Jovellanos, se volvía El Aaiún. Desde la ventanuca de la cocina se veía entrar el tren del Vasco, llenándolo todo de humo y carbonilla. Los críos llevábamos el pelo rapado, y mis dos orejas resaltaban imparables. Un día llegaba San Mateo. Pantalón muy corto, casi sin pernera, jersey de pico, zapatos de charol, calcetines blancos. Mi hermana peinándome con raya. Y de la mano de mi padre, a las barracas. Las sirenas se oían ya subiendo Santa Cruz. En unos minutos el cartucho de churros, la pulpa de coco, el perdigonazo a la bola con un caramelo como premio, y lo máximo, el tren de la bruja ya anochecido entre bombillas de colores. Y al volver para casa la compra de un número en la tómbola iluminada del Paseo de Los Álamos mientras a alguien le tocaba "La Chochona". Todo era mágico. Uno o dos días después, las serpentinas a los haigas, y mi padre saludando a un señor delgado con bigote diciéndome después "Ye el padre de Pinín el de les chocolatines", y yo mirando para atrás con los ojos como platos. Los días inmensos de la infancia.

Hoy, tan lejos de aquel tiempo, podría comprar los churros que quisiera, pero no lo hago, salvo en la mañana de Reyes por tradición. En mi casa no hay vigas rotas, ni frío en invierno ni calor africano en verano. Me molestan las sirenas, tengo la colección entera de "Les aventures de Pinín", que no leo. Eso sí, el Día de América, desde el mismo lugar en el que comenzaba a escuchar las sirenas del carrusel, en Santa Cruz, veo pasar Les Carroces. Y medito: tengo todo lo que quería aquel crío de pantalones cortos. Pero no me dice nada. El no tener churros, eso era lo que los hacía deliciosos.

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