Tralla

Reflexión a raíz de un encuentro casual en la feria de la Ascensión

Carlos Fernández

Carlos Fernández

Yo iba a lo mío subiendo por la acera de la izquierda de la calle Santa Cruz. Al pasar ante la parada del autobús que está a la altura del Palacio de la Presidencia, un hombre me saludó animoso: "¡Carlos, que tal!". Tardé unos instantes en darme cuenta de quien era. Sí, el responsable de la oficina bancaria en el concejo del occidente por donde ando cuando escapo de Oviedo.

Recordé su época de banquero. Un hombre afable, muy profesional, excelente tratando a los que caíamos por la pequeña oficina, no solo bueno y directo para resolver, sino próximo, conversacionero, sonriente. Un goce de trato, en una época en la que ir a una oficina bancaria –con alguna excepción– ya tiene bastante de tortura. Y esa pérdida de calidad en la atención, rayando con el desprecio por el cliente, que encima tiene su dinero allí depositado, lo que demuestra por donde van los tiros en esta sociedad, hacía mucho más grata la circunstancia de ir a la pequeña oficina rural. Aún quedan lugares fuera de las ciudades donde el banco es como era.

Hacía mucho que no nos veíamos, concretamente dos años, pues él se había jubilado. Era el domingo de La Ascensión, y el hombre, tan afable como siempre, me contó que venía de comprar alguna cosa en los puestos de la Feria. Llevaba tres bolsas de plástico que, campechano, me mostró sonriendo: una gran hogaza de pan, quesos, embutido y un trozo de medio metro de tocino entreverado. "¡De Boal, todo de Boal, riquísimo, para que la mujer me prepare un pote de los de verdad, que los hace de miedo!", me comentó mientras salivaba –yo también–. Y el tocino, en rajinas, era fenomenal con unos huevos fritos para desayunar los domingos "Como Churchill" –remató. Le respondí que aquel material tenía una pinta bárbara, pero que como dieta iba un poco justo. "¡Qué va, causa placer, y el bienestar es buenísimo para la salud, lo dicen los médicos! Si te sientes feliz, el colesterol es del bueno", afirmó con absoluta seguridad.

Le pregunté por su vida de jubilado, respondió lo de siempre, que ahora no tenía tiempo para nada. Aunque los días eran distintos. Despertaba –sin despertador–, y mientras se estiraba decía "Bueno, ya está, hoy ya acabé la jornada laboral; ahora a ir haciendo lo mío", expresión que me pareció una genialidad filosófica.

Había venido a vivir a Oviedo. "Tenemos aquí a los fíos". Le pregunté si no añoraba la paz rural. "¿La paz rural? ¡Después de toda la vida perdido del mundo, que no me hablen del campo! No hay lugar para vivir como Oviedo, una ciudad guapísima donde tenemos de todo, el Fontán, las tiendas, cafeterías, un hospital de la virgen, escaparates, librerías, los chigres de Gascona, ambiente. Estoy de soledad y aburrimiento hasta arriba, de Oviedo no me sacan ni con lanzallamas; no hay vitamina para el cuerpo como el barullu; nada más que llegue a casa y deje las bolsas, la mujer y yo vamos a ir a tomar el vermutín y disfrutar de este día tan guapo (el cielo estaba medio encapotado y chispeaba). Que no se equivoquen, los seres humanos para vivir necesitamos tralla!".

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