Opinión | Los preparativos para la celebración del Martes de Campo

Balesquida, igual a Oviedo

A mis hijos y nietos, todos ovetenses

Ser de Oviedo no es lo mismo que sentirse ovetense o incluso oviedista, aunque esos sentimientos son compatibles y complementarios y deberían ser consustanciales y unísonos.

Igual que no es lo mismo ser ovetense que ser carbayón, pese a que ambas condiciones pueden superponerse, que no subordinarse.

Ser ovetense es un azar, una circunstancia demográfica, un hecho administrativo y una providencia. Y ser carbayón es algo más que una opción, ni siquiera un destino. Es un acto voluntario y consciente, elaborado por acumulación de vivencias y experiencias y un atributo espiritual elaborado por el tiempo a través de las afinidades y la convivencia. Citándome a mí mismo, el ovetense nace y el carbayón se hace. Y ser de La Balesquida es la confirmación de esa pertenencia, una acreditación civil, un certificado oficioso de avenencia y convicción como hijo de Oviedo, ya sea uno aborigen o arrejuntado.

Oviedo es la suma de muchas procedencias que sumadas entre sí han hecho en el transcurso de los años una ciudad plural, abierta, acogedora, copulativa y entreverada históricamente de ruralidad y modernamente de cosmopolitismo. Y ambas influencias, querámoslo o no, dejan secuelas; la primera, por lo general para bien y la segunda, por lo general, para mal.

En ese maremágnum –de concertación y no de concentración– hay ovetenses creyentes, algunos tibios, malogrados y descreídos y otros practicantes y de éstos son los últimos los primeros que hacen ciudad en un movimiento seglar de comunión y buena conducta con beneficio y provecho para todos. Y lo mismo ocurre con los carbayones, como sucede en otros ámbitos y en otras adscripciones y creencias.

Entre la conversión y el aprendizaje, para sentir Oviedo no basta con el certificado del registro civil o del padrón municipal. Hay que merecerlo y probarlo y aprobarlo continuamente, y reprobarlo si es menester.

A Oviedo hay que quererlo y dejarse querer, leerlo en los libros y en las piedras, indagarlo y descubrirlo cada día, criticarlo reconociendo sus defectos y apreciando sus virtudes. Y todo ello para concluir que, para nosotros, ovetenses y carbayones, Oviedo es la mejor ciudad del mundo y si alguien conoce otra mejor, que lo diga ahora o se calle para siempre.

En definitiva, el ovetensismo hay que sentirlo, pero también instruirlo y educarlo para purificarlo y fortalecerlo. Oviedo hay que memorizarlo y reconocerlo en las miradas de los otros y en nosotros mismos.

El sentido crítico, el sentido del ridículo, el sentido del humor y, cómo no, el sentido común y hasta el sexto sentido son distintivos de nuestra idiosincrasia que nos hacen como somos, únicos y diferentes.

Oviedo, como la Balesquida, no es discriminatoria ni excluyente o clasista sino todo lo contrario, ya que en su censo se integran, en igualdad de derechos, ovetenses, forasteros, y cartagineses.

De los 217.369 habitantes de Oviedo según el censo de 2023, en el municipio nacieron 102.946, en otras localidades de Asturias, 56.388, en otras comunidades españolas, 28.855 y en otros países, 29.180.

Así es Oviedo y basta con hacer un examen de memoria, reciente y próxima, para comprobarlo, sin necesidad de recurrir a la estadística o la demografía.

Nuestro alcalde es de Teverga; el arzobispo, de Madrid; el presidente del Real Oviedo, de México; el rector de la Universidad, de Gijón; el deán de la Catedral, de León; el presidente de esta Sociedad, de Cudillero y yo, siempre el último en cualquier lista, de Villaviciosa.

Es más: y la patrona de Oviedo, Santa Eulalia, de Mérida.

En medio de este panorama, a favor o en contra de corriente, hay ovetenses que viven Oviedo como si fueran transeúntes; es decir superficialmente, guiados por la rutina y ajenos a todo lo que existe dentro y fuera de ella; hay otros, que la malviven como zombis o autómatas y en los dos géneros son muchos los que no han pisado la Cámara Santa, el Museo de Bellas Artes o el Martes de campo, lo cual es un pecado mortal.

Es un imperativo pedagógico enseñar a quienes no saben a desentrañar el mundo en el que residen y al que pertenecen, explicándoles la historia, la geografía y sus tradiciones más típicas y entrañables.

Qué menos que saber quién fue Fruela, dónde está el Picu’l Paisanu, Santa María de Bendones o los Meandros del Nora, por qué se celebra el martes de campo, qué ríos nos atraviesan o quiénes son aquellos que dan nombre a nuestras calles: Fuertes Acevedo, Uría, López del Vallado, Argüelles, Caveda o Pérez de la Sala cuya identidad es completamente desconocida por la mayoría de quienes los tienen asignados a su dirección postal. No saben qué hicieron o cuándo vivieron y para remediar esa carencia de información y cultura bastaría con documentar mínimamente las placas municipales que identifican nuestro callejero. Sólo algunas excepciones dan pistas como Matemático Pedrayes, Arzobispo Guisasola, Doctor Casal, Ingeniero Marquina o General Elorza, con el añadido más obvio todavía de las figuras procedentes del santoral: Santa Clara, San Antonio, Santa Susana...

No se trata de proclamar la erudición como un requisito formal de nacionalidad. Pero tampoco de normalizar la ignorancia como un estado natural del ciudadano.

Oviedo es en una suma por agregación y depuración y en esa amalgama de decisiones no siempre voluntarias y electivas, en esa ósmosis, constituida por tan variados perfiles y compactada con tan diversos modos de ser y de estar, Oviedo encarna una particular y exclusiva personalidad que nos agrupa a todos por igual, no por iguales y que nos identifica y personaliza, otorgándonos una genuina forma de ser, sin diferencia de clases ni categorías y, sobre todo, de rangos, orígenes y caracteres, por encima de los antecedentes, las posiciones y la cultura y el currículo.

Etiquetan a Oviedo como lugar de tambor y gaita y sus expresiones colectivas así lo demuestran. Y la fiesta de La Balesquida, así lo confirma como una cita de fraternidad más que de bullicio, intergeneracional e interclasista, una convocatoria, en fin, de encuentro, con más regocijo que jolgorio y desarrollada en el Campo de San Francisco, un espacio neutral y de todos, que en la actualidad comparten otras sedes campestres del municipio.

Ser de Oviedo implica un sentimiento inefable que muchos y muchas veces han pretendido definir y describir sin encontrar las palabras necesarias. Todo lo demás son verbalizaciones literarias, intentos frustrados y ensoñaciones líricas o aproximaciones retóricas.

Oviedo, la bien novelada y mejor renombrada, ha sido sujeto e inspiración de multitud de intentos de recreación e interpretación en novelas, ensayos y artículos periodísticos: Vetusta (Clarín), Abulia (Avello), Pilares (Pérez de Ayala), Lancia (Palacio Valdés), Carbayonia (Juan Cueto), Pluviosa (El solitario de Tiñana), Robledo (José Manuel Castañón), Rigordia (Méndez Riestra), Lloviedo (Fernando Beltrán), Magnolia (El infrascrito).

Son también muchos los sinónimos indirectos que los relacionan y caracterizan. Palabras sueltas cargadas de significado y simbolismo: Clarín, Naranco, Regenta, Fontán, Paxarines, Santullano, Balesquida, Pelayas, carbayones, Escandalera, Desarme, Bombé, Pixarra, Foncalada y, por supuesto, más recientemente, Letizia y moscovitas.

Y no son pocas las parejas que nos asocian igualmente con Oviedo como por ejemplo: Máximo y Fromestano; Petra y Perico; Herrerita y Emilín...

De la socarronería y la agudeza burlesca del humorismo ovetense no se libran lugares y edificios que dan pie a bautismos anónimos que se han perpetuado: El Escorialín, por la tardanza en su construcción. El termómetro, por su frontal acristalado como el instrumento que antiguamente medía nuestra temperatura. La Jirafa, por su altura en una ciudad sin rascacielos, hasta que se levantó el edificio de viviendas de la Caja de Ahorros. La casa el coño, con réplicas en varias ciudades –Madrid, León, Jaén– y en todas por la misma exclamación de sorpresa y asombro: ¡Coño, qué casa! La esquelona, por el formidable diseño en geometría negra, original de Vaquero Palacios para la sede de Hidroeléctrica. El minarete, al edificio de la Telefónica en Buenavista. El kremlin, al edificio del Instituto nacional de previsión, hoy sede del Sespa. Y qué decir de los motes, siempre agudos, descriptivos y nunca hirientes: a un bancario con título nobiliario, de extremada cortesía y exquisita urbanidad, le llamaban Educación sin descanso. A un lector fijo y no discontinuo que se acompañaba en sus recorridos por la ciudad del libro de turno bajo el brazo, sobaco ilustrado. A una señorita estupenda, que provocaba la atención de hombres y mujeres, la gamba, porque todo su cuerpo era deseable y comestible, excepto la cabeza. A un personaje llamado Julio, de gordura excesiva y desparramada, Julio y la mitad de agosto.

A dos íntimos amigos y compañeros inseparables que compartían sus paseos, pero invariablemente, uno delante del otro, el peu y el fedor. A una mujer de vida nada fácil, que lucía peripatética su mercancía y procuraba clientela recorriendo la ciudad, La vuelta a Oviedo. A un buen hombre con mala salud de hierro, enfermizo, tristón y macilento, Manolín que en paz descanse. A una pareja, ella larguirucha y él bajito, inseparables viandantes, la catedral y San Tirso

Y es que el pueblo de esta ciudad, –noble y muy leal, benemérita, invicta, heroica y buena– "es de natural alegre y paciente y ligeramente cantarín…", según se dice en un incunable de 1494.

Y dicho por tantos, es también un pueblo de gente bienhumorada y compasiva, que empieza por reírse de sí misma.

En opinión de Jovellanos, el Oviedo que conoció y vivió Feijoo, no era la Atenas de España, pero sí uno de los escasos islotes que emergían del mar de la ignorancia nacional. Si Oviedo en 2031 es declarada capital cultural de España sería un buen momento para recordar y reverdecer estos antecedentes.

Pequeña, cómoda y graciosa: así era Oviedo para Jovellanos. Para otros era triste, melancólica y aburrida y para algunos más risueña que lóbrega, impresión compartida por Fermín Canella, cuya exclamación nos honra: ¡Oviedo, es mucho este Oviedo!

Y también lo es el Oviedo de 2024, un Oviedo que ya no es Vetusta ni su sociedad se parece en nada a la que habita en "La Regenta". La ciudad ha crecido, evolucionado y cambiado, como lo ha hecho su sociabilidad y ello ha influido en la caracterización de sus habitantes y de sus costumbres.

Oviedo ya no es el pretérito, pero su corazón está en el mismo sitio, su alma, en todas partes y su ánimo en el futuro.

Y entre todos esos Oviedos que habitamos y nos habitan –además de los que hay en Paraguay, República Dominicana, México y Estados Unidos– hay uno inmaterial hecho de ocurrencias de chigre, delirios imposibles y proyectos serios y razonados que se frustraron antes de nacer o en el trayecto de la teoría a la práctica.

Para una ligera aproximación a lo que hubiera sido ese Oviedo que nunca existió basta con recordar los enunciados de algunos de esos planes, de mayor o menor entidad y trascendencia concebidos por y para Oviedo: Un zoológico en el Naranco, precursor de Cabárceno; una calle central porticada, refugio bajo techo de paseantes, indigentes y jubilados; un teleférico al Picu’l Paisanu, para remontar La Cuesta y desde lo alto divisar el panorama; un campo San Francisco que, según el Plan Anasagasti, se extendería hasta el antiguo Hospital, cuando Llamaquique aún estaba sin urbanizar; un café de cristal en el Paseo de los Álamos, para solaz y recreo de urbanitas; la recreación de la antigua plaza de la Catedral, según idea de Ramón Fernández Rañada, para usos universitarios; el Niemeyer, trasplantado in vitro a Avilés, concebido para la falda del Naranco; una plaza de toros cubierta, de servicios múltiples e insonorizados, en la vecindad del Hospital General; una gran noria emergiendo en el perfil urbano; una playa de agua dulce en el Parque de Invierno; etcétera, etcétera, etcétera.

Oviedo es una ciudad incompleta, confortable –siendo alpina– inquieta, innovadora, activa, hospitalaria y contemporánea, ni decrépita ni monótona. No está dormida ni anticuada, está despierta y vigilante.

Y los ovetenses son: señores sin ser señoritos; señoriales, sin ser arrogantes; discretos, sin ser lacónicos; críticos, sin ser derrotistas; francos, sin ser impertinentes; cordiales, sin ser entrometidos; curiosos, sin ser murmuradores; ingeniosos, sin ser mordaces; cautos, sin ser desconfiados; confiados, sin ser ilusos; imaginativos, sin ser delirantes; apacibles, sin ser abúlicos; serviciales, sin ser serviles; moderados, sin ser inexpresivos; dialogantes, sin ser dicharacheros; festivos, sin ser juerguistas; distinguidos, sin ser clasistas; parlamentarios, sin ser parlanchines; complacientes, sin ser aduladores; populares, sin ser vulgares; reflexivos, sin ser introspectivos; tolerantes, sin ser acomodaticios; cultos, sin ser sabiondos; elegantes, sin ser pretenciosos; y nobles, sin ser de la nobleza.

Son muchos los tópicos que histórica y sociológicamente se atribuyen a Oviedo y algunos muy bien atribuidos y algunos circunstanciales o muy mal aplicados.

Entre los indubitables, la ilustración, la música, la Universidad, la Iglesia, la Administración son vectores que inoculan la tradición y la patología ovetense.

La ciudad es así y lo ha sido así en todo su devenir, en distinta medida y con diferente gradación. Ya no es levítica y cada vez es menos episcopal y universitariamente más dispersa, pero sigue siendo sensible a todas las manifestaciones culturales. Y no ha perdido uno de sus hábitos más enriquecedores: la tertulia, como práctica de diálogo, conocimiento, recreo espiritual y discusión no siempre banal ni inútil.

Las tertulias, en efecto, tal vez sean menos abundantes, sean más breves en sus horarios lectivos, más efímeras en su cronología y cada día más femeninas en su género y más mundanas y menos estables en su temario.

A este propósito conviene no confundir las tertulias con las peñas ni con las cofradías; las primeras no tienen comúnmente una conexión específica y uniforme entre sus miembros, su diversidad es su principal distintivo, tanto en su composición como en su repertorio dialéctico, aunque en algunas haya más monologuistas que tertulianos; las segundas se forman en torno a una afición unánime, ya sea el fútbol, la caza o la filatelia. Y las cofradías originariamente formadas por devotos y trabajadores gremiales, aunque hoy en día esa dedicación se centra más que en la piedad o los oficios en fines lúdicos y gastronómicos.

Y entre todas ellas, hay tertulias épicas, legendarias, cuyo anecdotario daría para varios tomos y sus componentes para entretenidas y edificantes biografías.

Basta citar unas pocas, no todas tienen denominación, algunas tienen abundante bibliografía y otras son ambulantes sin domicilio fijo e intermitentes: La Sorbona, Naranco, el Lavaderu, los Puritanos, Oliver, la Pecera…, algunas sin nombre ni notoriedad con sedes fijas en el Peñalba, el Alvabusto, la Mallorquina, Rialto, Bango, Noel, Casa Manolo, Ronda, el Reconquista, Santa Cristina, el Sevilla…

Hoy en día, la comunicación no favorece la relación personal y el diálogo presencial, como ocurre en la sanidad, incluso en la familia: es menos fluida y más digital, más impermeable y menos transparente; el humor es menos cotidiano, individual y cercano, la opinión pública más manipulada y perniciosa y los personajes pintorescos pertenecen a otros estratos sociales no tan castizos, callejeros y variopintos como lo fueron en otras épocas.

Con ese Oviedo de fondo, el ovetensismo no depende de la urbe material que nos acoge, ni tan siquiera de la historia que nos precede; es la consecuencia dinámica, expansiva y emocional de la acumulación de generaciones y personas reunidas y unidas en una ciudad integradora y regenerativa que nos hace suyos y a la que nosotros hacemos nuestra.

En Oviedo me hice un hombre y hasta me hice un nombre sin ser nadie y fui tratado como si lo fuera y Oviedo ha sido siempre para mí una inesperada tierra no prometida, un destino residencial y venturoso, que procuré aprovechar con aplicación y provecho y un premio nunca esperado y tal vez nunca merecido. En todo momento, solamente aspiré a que, mientras estuviera en este mundo no me echaran de más y a que cuando esté en el otro, me echen de menos.

Llegué a Oviedo sin objetivos, sólo con convicciones; tampoco sin metas, sólo con principios y menos aún con ambiciones, sólo con el afán de mejorarme a mí mismo, de trabajar bien y en lo posible, también de mejorar a los demás.

Y todo ese me lo dio Oviedo, a cambio de nada sin credenciales ni recomendaciones y como retribución no estipulada yo le di mi vida, con todas su carencias, virtudes y arrepentimientos.

Y en ese afán de desigual reciprocidad he llegado hasta 2024, aún con expectativas y curiosidades vitales y con misiones incumplidas, con una familia que me perfecciona y enorgullece cada día más y una compañía vecinal y amistosa que me engrandece y me supera.

Probablemente muchos de ustedes digan o piensen sin decirlo que todo esto son palabras volanderas, que llevará el viento como lleva la hojarasca otoñal o que se desvanecen apenas pronunciadas, como pompas de jabón. Y puede que así sea, pero de todas esas palabras hay dos que no admiten controversia ni objeción y que son perennes y que someto a su referéndum.

Y esas palabras mayores son: Balesquida, que es palabra bendita; y la otra, Oviedo, que es palabra de honor.

Y para ellas, larga y buena vida; y para siempre, memoria, dignidad y gloria.

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