Opinión

Salas, en El Tesoro de los Lagos de Somiedo de Mario Roso de Luna

Quien se adentre por primera vez en la obra El Tesoro de los Lagos de Somiedo de Mario Roso de Luna, incluido en la Biblioteca de las Maravillas (1916), descubrirá una obra difícil de clasificar a la vez que absorbente; en apariencia un libro de viajes, con curiosos diálogos y abundantísima información sobre lo que su autor se encuentra al paso. Pudiera tener varias lecturas, de ella se dice que es “un sorprendente relato de viaje en clave ocultista por la Asturias más recóndita y misteriosa” (Ed. Masonica).

Mario Roso de Luna nació en Logrosán, Cáceres, el 15 de marzo de 1872 y murió en Madrid el 8 de noviembre de 1931. Fue abogado, teósofo y ateneísta, astrónomo, periodista, escritor y dicen que masón. Frecuentó el Suroccidente asturiano y acostumbraba a quedar algunos días en casa de amigos en Soto de los Infantes. Fue un prolífico escritor, entre sus publicaciones se encuentran títulos como En el umbral del misterio, Páginas ocultistas y cuentos macabros, Del árbol de las Hespérides: (cuentos teosóficos españoles), y un largo etcétera, muchas de ellas digitalizadas por la Biblioteca Nacional de España.

Amigo del salense Pinón de la Freita (Salas, 1876 – Oviedo, 1934) cuyo fin fue trágico ya que se cortó las arterias del cuello a consecuencia de un ataque de delirium tremens. Decimos que Mario Roso de Luna conocía el Suroccidente asturiano y el concejo de Salas, al menos en parte, y son abundantes las citas que se refieren en este libro, como numerosos los episodios que se ubican en Salas y otros pueblos del concejo que sirven de escenario a sus narraciones, escuchas, diálogos. Se reproducen algunos pasajes como el que nos topamos en la página 343, del ejemplar de 1916 de la Biblioteca Nacional:

Al final de mi horrorizada carrera, vime, no acierto a saber cómo, en las afueras de una población, bien iluminada, en la que no lograba identificar a Grado, por más que hacía. Avancé, calle principal arriba, y me vi frente a un antiguo palacio señorial en el que, a la luz del primer rayo del menguante lunar, reconocí, al fin, el Palazón de Salas y su torre —la célebre torre de la tercera señal que rezara el documento del tesoro— (una de las señales del Tesoro es la Torre de Salas, se refiere aquí a la señal TERCIUS, POSITUS EST IN JANUA TURRIS DE SALAS, pág. 55). Daban a la sazón las campanadas de las once de la noche: ¡la hora exacta de mi temible cita! Por fortuna, para mí, aún había allí cerca una fonda que en aquel punto; iba a cerrarse y en la que me instalé, no para dormir, sino para reponerme un tanto de la terrible agitación de aquel día en que creyese haber vivido un siglo. Efectivamente; al salir, horas después, el sol, y ya bastante más tranquilo, quise, antes que nada, informarme del lugar y palacio de mi peligrosísima ondina. Busqué solícito por los sitios en que, más o menos, calculaba haber estado aquella noche memorable, remontando la sierrecilla del norte de Salas bastante por cima de la capilla románica de San Martín, y sentía que aquel paisaje, aunque era el mismo en sus líneas generales, había sufrido, sin embargo, modificaciones las más profundas. Del risco imponente, del palacio opulento de las lianas y del perfumado bosquecillo quedaba, por todo resto, uña ínfima fuentecita...

Más adelante, en la página 345 describe San Martín, con su tejo centenario: Llegué así a un altozanito, último de las faldas de la sierra del Viso, donde es fama se asentaran, mejor soleadas por cierto que las actuales, las más antiguas casas de la aristocrática Salas, por bajo de una de esas típicas iglesitas románicas del siglo XI, reformadas luego, y por tanto profanadas, que tan frecuentes son en el país. Por allí parece que estuvo, si no un templo romano, por lo menos el primitivo templo y palacio de San Martín, donde aún eleva su copa airosa un tejo secular que parece todo un símbolo de grandeza perdida.

En las páginas 346 y 347 se refiere así a la Colegiata de Salas: Despidiéndose entonces el otro señor, que tiró camino adelante en su alazán, como hacia Camuño o Cudillero, comenzamos a descender despacio hacia la nobiliaria villa, y como aún le quedaban unas horas a mi amigo para emprender su camino hacia las brañas del concejo, se brindó, siempre obsequioso, a ser mi cicerone en Salas, mostrándome, cultísimo, la iglesia parroquial, antes colegiata de Santa María, erigida por Don Fernando de Valdés, el mismo que fundase la Universidad de Oviedo. En esta última se alza la estatua del gran hombre, como en aquélla se ostenta, en rico alabastro de Ateas de Guadalajara, su sepulcro. —Fue, sin duda, un hombre de gran mérito este Inquisidor general, arzobispo de Sevilla, obispo antes en Orense, Oviedo y León, Señor de la Casa de Salas y perseguidor de la herética parvedad —dijo Uría—; pero Pompeyo Leoni, el Miguel Ángel de Asturias, el escultor impecable del Escorial, le hizo más grande aún, tallando, para recoger sus cenizas, este mausoleo ostentoso del arte final del siglo dieciséis.

Es una obra de la cual poder extraer información esencial para vincular las localizaciones con una ruta de Mario Roso de Luna en el concejo de Salas y que tenga continuidad en Grado, Belmonte, Somiedo… pues, y esto no es baladí, desde diferentes lugares de la geografía española se desplazan curiosos e iniciados en la obra de este autor con el fin de conocer la casa de Soto de los Infantes y otros lugares que se citan en el libro. Poner en valor esta obra literaria en el territorio sería, sin duda, una interesante propuesta cultural.