A los palacios subí

Borges, Brahms, Bob Marley o Steve Jobs son celebridades que tuvieron cáncer y quizá repetir sus nombres ayude a normalizar la enfermedad

A los palacios subí

A los palacios subí / Ilustración: Pablo García

Juan Fueyo

Juan Fueyo

En el intrincado tapiz de la vida, la última puntada la hilvana la muerte. Jorge Luis Borges, el titán argentino, tejedor de universos literarios, tomó el trago postrero en compañía de sus amigos. En el crepúsculo de su existencia, enfermo de un cáncer de hígado, se despidió entonando tangos –esos himnos al Pathos– y, acordándose de un truco propuesto por Pascal, musitó el padrenuestro, "por si acaso", en cuantos idiomas conocía. Eligió el adiós del tipo duro que anheló ser en los arrabales de su juventud. Mas pragmática fue la actitud de Freud, quien habiendo asumido que el tumor que le mordía como un lobo el paladar no tenía remedio y que el dolor era intratable, exigió la última y definitiva inyección de morfina y dormido en el reino onírico despertó en el de su hermano mayor, el Tánatos.

El día de su ocaso, Susan Sontag pensó haber vivido danzando con la buena suerte: tres cánceres fueron necesarios para causarle la muerte. Habiendo sobrevivido a un tumor de mama y a otro de útero, fue el tercero el que reveló una vulnerabilidad desconocida: la hizo sentir que había dejado de ser "especial". Y aquella mujer neoplásica se fue con la frente muy alta, desafiando a la ciencia para que conjurase otro milagro.

Freud, Borges y Sontag murieron sin remedio, pero otros ilustres sucumbieron al cáncer en medio de sus despropósitos, tiznada la enfermedad de sombras y embelesos. Steve Jobs, el gurú tecnológico, lo tuvo de páncreas, un tumor que pudo haber sido extirpado a tiempo, pero para el cual Jobs declinó el plan de tratamiento racional. Guiado por su contumacia, el tumor pasó a ser inextirpable. La arrogancia o el miedo al quirófano, posibles cómplices de su decisión, revelan la complejidad de navegar con tino el río de la vida.

Nadie tiene por qué avergonzarse; su enfermedad no se debe a un fracaso moral, sino a un clon delincuente

Hace unos días, en un aeropuerto adquirí la última novela de Paul Auster, "Baugmaster". No he leído mucho del neoyorkino: una de las tres entregas de "La trilogía de Nueva York", "El palacio de la luna" y "Brooklyn Follies" (su protagonista tiene un tumor de pulmón). La esposa del escritor anunció hace unas semanas que su marido sufre de cáncer. Dicen que "Baugmaster" sabe a obituario; para mí está más cercana a un relato sobre el luto, como "El año del pensamiento mágico" de Joan Didion. Sin embargo, está claro que la noticia de su enfermedad se cuela entre las líneas de la novela e influye en la interpretación del texto y sus intenciones.

Si el páncreas del cáncer de Jobs es un órgano enclaustrado, Bob Marley, profeta del reggae y la filosofía rastafari, desarrolló un minúsculo tumor en un dedo del pie. Bajo el traslúcido velo de una uña crecía subrepticiamente una sombra negra y clandestina: un melanoma. El diagnóstico precoz sugirió la amputación del dedo, una cirugía con posibilidades de curar la enfermedad; pero el músico prefirió la aterciopelada y falsa estrategia de los "tratamientos naturales" al afilado tajo del bisturí. Y volviendo de Europa, enfermo con las metástasis del cáncer, su cuerpo falleció en Miami, donde su avión aterrizó de urgencia, privándole de descansar, como era su última voluntad, en Jamaica.

En esta época en la que la palabra "cáncer" sigue siendo un conjuro cargado de estigmas que algunos prefieren susurrar en presencia de unos pocos, está bien que sepamos que Paul Auster tiene cáncer y no que se nos diga que "está luchando contra una larga enfermedad" o cualquier otro eufemismo al uso. Está bien que se hable del cáncer como si se tratara de lo que es: una enfermedad más que no necesita ocultarse tras silencios ominosos. Es un paso en la dirección correcta, porque a los enfermos callarse no les protege y porque hablar del cáncer salva vidas.

Está bien que sepamos que Auster tiene cáncer y que no se nos diga que está luchando "contra una larga enfermedad"

He disertado sobre el cáncer, con torpeza y diferentes suertes, en varios de mis ensayos, y en mi último libro, "Cuando el tiempo se detiene. Cáncer: del mito a la esperanza", pasé horas revisando los casos de personajes populares que han tenido esta enfermedad. Quizás repetir algunos nombres aquí pueda ayudar a normalizar una enfermedad. De esa lista tan larga, decidí centrarme en el mundo de la música: Johannes Brahms, compositor romántico, falleció de un tumor de hígado halagando la calidad del vino de su última copa. Giacomo Puccini, genio de la ópera, con uno de laringe, calmaba la sed con champagne, que le era servido a través de una sonda nasogástrica, (nunca terminó Turandot). En el año 2001 las guitarras gimieron por la muerte de George Harrison, el Beatle más espiritual y tranquilo, que falleció de cáncer de pulmón. En el 2006, España y México lloraron la muerte de Rocío Dúrcal a causa de un cáncer de pulmón que se extendió al cerebro. En el 2012 fallecía Donna Summer, considerada la "Reina de la Música Disco", de un cáncer cuyo origen atribuyó a la inhalación del polvo de los escombros producidos por el atentado terrorista contra las Torres Gemelas en Nueva York, pero cuya causa más probable y prosaica fue el humo del tabaco. En el 2016 se nos iba David Bowie, cantante galáctico, de un cáncer de hígado. En el 2018 callaron los querubines por la muerte de Aretha Franklin, la mejor cantante de la historia según "Rolling Stones". Y este año ha muerto de cáncer de mama la soprano eslovaca Patricia Janečková, que contaba 25 años.

Hay muchas celebridades vivas con cáncer, que ya no es sinónimo de muerte inminente e inevitable: el porcentaje de supervivientes crece cada día. Paul Auster, candidato al Nobel, está enfermo y en tratamiento. No tiene de qué avergonzarse: su enfermedad no se debe a un fracaso moral, sino a un clon delincuente de células que ha roto las reglas del juego social de los tejidos. Su cáncer podrá ser visto como una tragedia por algunos, aunque pienso que quizá no sea la mayor de su vida. Su hijo toxicómano falleció de una sobredosis cuando era acusado de la muerte de su propia hija de diez meses, víctima de una sobredosis accidental de heroína y fentanilo. Esas tragedias insuperables quizás sean la inspiración de su libro, más que la enfermedad que le están tratando. Las muertes tempranas, injustas, de un hijo y una nieta podrían ser el fuego y el yunque donde se sueldan el amor, la memoria y la muerte en su última novela.