Gijón, J. MORÁN

El miércoles 29 de octubre de 1958, Angelo Giuseppe Roncalli escribió en su diario: «Desde ayer por la tarde me he hecho llamar Juan. Oh, mis queridos padres, oh mamá, oh padre mío, oh abuelo Angelo, oh tío Zaverio, ¿dónde estáis? Seguid rezando por mí. Día tranquilo: segunda adoración en la Capilla Sixtina. Sin embargo, no quise besos en los pies».

Aquel hombre grueso, de aspecto bondadoso y carácter llano, que acababa de ser elegido el 261.º sucesor de San Pedro y que el mundo entero conocería como el Papa Bueno, se negó a que besaran sus zapatillas rojas, pero iba a poner sus pies en la tierra de un modo excepcional, con la convocatoria del Concilio Vaticano II (CVII), el acontecimiento más relevante de la Iglesia católica contemporánea.

Dos sacerdotes asturianos, estudiantes entonces en Roma, José Luis Martínez y Javier Fernández Conde, conocieron de cerca al hoy beato Juan XXIII (1881-1963). José Luis Martínez, párroco jubilado, iba en tren camino de Roma «cuando el interventor vio la sotana y dijo: "Il Papa Pío XII è morto"». Tras asistir a los funerales de Pacelli, aquel joven sacerdote vio cómo «Juan XXIII tardaba en salir elegido; hubo dos o tres días de fumatas negras. El que sonaba como Papa era un cardenal armenio residente en Roma, Gregorio Pietro Agagianian, y cuando sale Juan XXIII decepciona por ser un hombre mayor, que venía de Venecia, pero en seguida empezó a armarlas muy gordas».

El cónclave de aquel octubre había reunido a 51 cardenales. «Veinticuatro de ellos, casi la mitad, eran mayores que Roncalli; en ese grupo geriátrico no extrañaba que algunos de los octogenarios miraran a Roncalli como un joven espabilado», explica Peter Hebblethwaite en su solida biografía «Juan XXIII, el Papa del Concilio».

Se daban en aquel momento dos tendencias preconclavistas. Los que deseaban un pontificado breve, para serenar la Iglesia tras el gestual pontificado de Pío XII, y los que aspiraban a un pontificado de renovación, prolongado. Los cálculos de los días previos habían ido descartando al cardenal Siri (Génova), demasiado joven, con 52 años, o al prestigioso Montini (Milán), futuro Pablo VI, que no era cardenal. No obstante, se dio el dato curioso de que Montini recibió algunos votos del bloque francés. Ruffini (Palermo), de 70 años, Ottaviani (secretario del Santo Oficio), de 67, y Masella (Camarlengo), de 79 años, también fueron quedando de lado. Un sector eclesial progresista proponía a Lercaro (Bolonia), de 66 años, al que el otro bando consideraba demasiado lanzado.

Pero también había subido la expectación sobre un posible Papa no italiano, el citado Agagianian, de 63 años, patriarca de Cilicia de los Armenios y proprefecto de Propaganda Fide. Finalmente, Roncalli y Agagianian iban a ser los favoritos. El propio Juan XXIII contaría después que «nuestros nombres se alternaban arriba y abajo, como los garbanzos en agua hirviendo».

Días antes del cónclave, Roncalli ya se temía las inclinaciones hacia su elección. Así, el 15 de octubre escribe en su diario: «Una mariposa enorme me ronda aturdiéndome. Un extraño revolotear que, sin embargo, no me quita la paz». En una entrevista de esos días con el político democristiano Giulio Andreotti -presidente después del Gobierno de Italia en tres ocasiones-, Roncalli le confesará que «he recibido un mensaje de buenos deseos del general De Gaulle, pero esto no significa que los cardenales franceses vayan a votar a quien él quiere».

A las cuatro de la tarde del 25 de octubre de 1958, «los postigos de las ventanas que daban sobre la ciudad se sellaron para prevenir toda comunicación por destellos o por espejos», cuenta Hebblethwaite. Por la mañana, el cardenal Bacci había pronunciado el discurso «De eligendo Pontifice» y sugería que «más que alguien que conozca lo sutil del arte y la disciplina de la diplomacia, necesitamos un Papa que sea, ante todo, un santo». La referencia a Pío XII era evidente y Roncalli escribe en su diario que Bacci «afirma algunas cosillas merecedoras de atención; menos libros y discursos y más familiaridad».

El domingo 26, en la primera votación, Roncalli obtiene 20 votos y Agagianian 18. Los «garbanzos» hervían, pero las intenciones cardenalicias iban a encaminarse al primero de ellos. Un dato significativo, recogido por Hebblethwaite, es que en la noche del día 27 el cardenal Ottaviani, al presentir el desenlace del cónclave, visitó a Roncalli en su habitación y le expuso: «Su eminencia, tenemos que pensar en un concilio». El cardenal Ruffini, también presente, asintió.

Y, al día siguiente, escribió en su diario: «En el XI Escrutinio, heme aquí nombrado Papa». Eran las 4.45 horas. Había obtenido 38 votos. Al salir al balcón de la plaza de San Pedro, «cerca de 300.000 personas me aplaudían; los focos me impidieron ver nada más que una masa amorfa que se agitaba».

«Una de las primeras salidas que hizo fue a una cárcel de Roma, Regina Coelli. Allí visitó también a un hermano suyo, que estaba preso por ser cazador furtivo», rememora José Luis Martínez, quien agrega que «salía con frecuencia al Trastevere, a visitar a amigos sacerdotes que vivían solos; el paisanín estaba todo el día por la calle y la Policía no daba abasto. Después, la armó muy gorda con la convocatoria del CVII».

Javier Fernández Conde, también estudiante en Roma, años después, reconoce en Juan XXIII su «espíritu conservador, pero abierto al mundo, muy inteligente y muy creyente, con una fe teológica elemental y, sin embargo, un gran servidor del Evangelio».

Juan XXII «rehabilita a teólogos que habían sido condenados por la encíclica "Humani generis", de Pío XII, y los pone a la cabeza de la Teología». Al poner en marcha el CVII, «decisivo para la historia de la Iglesia», lo hace «después de haber celebrado el sínodo romano, en 1959, que le salió bien, y creyó que el Concilio también iba a ser fácil», señala Conde. Sin embargo, «se le fue un poco de las manos, pero sale adelante gracias a la obra gigantesca de su sucesor, Pablo VI». No obstante, A Juan XXII le cabe «la grandeza de haberlo convocado, con sus grandes logros, como el decreto de la libertad religiosa: yo vi a padres conciliares llorar al ir a votar ese decreto, porque en parte iba contra la doctrina anterior».

«Por desgracia, ahora estamos lejos de aquello y en una fase de involución», reflexiona Conde, quien también recuerda la sencillez y la espontaneidad de Juan XXIII. «Fue a dictar una conferencia al Colegio Español de Roma. Había una expectación enorme y gran nerviosismo por lo que podía decir el Papa. Él empezó diciendo: "Bueno, yo también soy católico"».

«Juan XXIII dejó en el mundo un ambiente de prestigio de la Iglesia católica», sentencia José Luis Martínez, quien recuerda otra anécdota sobre el humor del Papa Roncalli. «Un día se preguntó: "Si desde toda la eternidad Dios sabía que yo iba a ser Papa, ¿cómo es que no me hizo fotogénico?"».