El poder malvado de las máquinas apocalípticas de Terminator. La doble vida de Mentiras arriesgadas. El poder del amor como espora de fe que invoca la resurrección de Abyss. Los sueños de paz del guerrero de Aliens. La pasión prohibida de Titanic que supera a la misma muerte. A James Cameron no se le puede negar coherencia a la hora de domesticar un mastodonte como Avatar y llevarlo a su terreno. Lo hace de forma sencilla, por momentos, simple: el guión no es algo que se le dé demasiado bien, aunque cumple y juega con entusiasmo contagioso cartas tantas veces vistas que no se pueden considerar marcadas. Avatar tiene un esquema diáfano y estructurado con la misma algarabía narrativa de cintas como Bailando con lobos, de la que es ¿involuntaria? hermana: cruce de razas, historia de un aprendizaje, amor fronterizo y, finalmente, rebelión contra los orígenes. Todo ello rebozado con harina del costal ecologista, refrito en aceite espiritual y adornado con superficial pero animoso perejil crítico hacia los países que invaden territorios ajenos para expoliarlos en nombre del progreso propio. Personajes más vistos que el tebeo y situaciones de acción sacadas del catálogo más previsible.

Ahora bien, hay que ser muy iluso para esperar de Avatar algo más de lo que da en su fondo (diálogos funcionales en una arquitectura sólida, aunque sobra algún «¡Dios mío!» de la «alien» Sigourney Weaver), porque lo que importa es la forma. O las formas. Y éstas, una vez acostumbrada la vista a las gafas del 3D, cumplen con las expectativas creadas durante años y años de gestación y parto difícil. Avatar ha costado un pastón, pero Cameron lo justifica plano a plano. Podrá discutirse la estética un tanto estrafalaria de los nativos o la imagen acaramelada en torno al árbol de las almas, por momentos parecida a una lámpara de todo a cien, pero, gustos al margen (no olvidemos que Cameron estropeaba la estupenda Abyss con un final un pelín hortera), la película ofrece un espectáculo avasallador, un ejercicio de narración pura y dura en el que te olvidas de estar ante una obra ordeñada a la tecnología y te sumerges en un planeta insólito y de belleza acongojante, con bosques misteriosos que respiran en la pantalla con la misma intensidad y veracidad que esos animales monstruosos a los que la técnica da carne y hueso. Yo si fuera actor de Hollywood, empezaría a preocuparme, porque pronto será una profesión prescindible si nos atenemos a los resultados contundentes de Avatar.

Construida con vocación de montaña rusa, la película (o peliculón, para qué vamos a andarnos con medias tintas a estas alturas) de Cameron no será recordada por la finura de su escritura pero, sin duda, dejará grandes momentos en la memoria del cine de acción: la primera persecución que sufre el protagonista, el ataque de los ¿perros? rabiosos, las carreras sobre los árboles, la doma de un pájaro de mal agüero, el ataque devastador o, sobre todo, ese clímax en plan Espartaco (con la enfática música de James Horner copiándose a sí mismo) en el que se pone toda la carnaza en el asador para provocar, con un ritmo endemoniado, un aluvión de imágenes de belleza aterradora y emoción a quemarropa, con sacrificios, heroísmos, duelos finales y rebeliones «divinas» con las que se propone una (ingenua y tal vez por ello valiente) resistencia de la naturaleza a los desmanes de la mal llamada civilización. Junto a esos fogonazos, también hay remansos de prudente lirismo que sacan partido a la belleza irrealmente auténtica de los escenarios. Avatar sería igualmente poderosa y atractiva aunque no tuviera el llamativo envoltorio del 3D. De lo que no cabe duda es de que el esfuerzo de Cameron ha valido la pena, y su huella puede servir para que el cine recupere el paso perdido.