¿Sherlock Holmes esposado a una cama, en bolas y con un cojín entre las piernas? ¿Sherlock Holmes luciendo abdominales de Iron man y pegándose cual Chuck Norris por pasta mientras «retransmite» los efectos de sus golpes en el adversario? ¿Sherlock Holmes haciendo acrobacias y dando mandobles cual Indiana Jones victoriano? ¿Sherlock Holmes haciendo el payaso con apariencia macarra? Pues sí, señoras y señores, si ustedes son devotos admiradores de la criatura de Conan Doyle tal y como la conocemos y no conciben un Holmes que no sea pulcro, circunspecto y más bien perezoso en cuestiones de acción, esta delirante vuelta de tuerca al personaje les puede poner de los nervios. Modernizar para Guy Ritchie (o para el productor Joel Silver, que no elige directores al tuntún, aunque a veces le salgan tontones) significa, primero, no tomarse en serio a personajes tan célebres. Sobre todo en el caso de Holmes, el Watson de Jude Law es más comedido y, aunque se desmelena también a tiro limpio, no llega a pasarse de la raya. Lo de Robert Downey Jr. es otra cosa. Y como es un magnífico actor sale airoso de su desmitificación del detective, al que dibuja con trazos humorísticos (un puntín chaplinescos a ratos) y ocasionalmente turbios, por momentos convertido en un Walther Matthau pícaro que intenta que Jack Lemmon no le abandone por una mujer (la homosexualidad subterránea de la pareja queda insinuada con muchiiiiiiisimo cuidado, tampoco hay que pasarse con el lavado de cara). Lo cierto es que un actor menos capaz habría convertido a Holmes en una caricatura ridícula, pero Downey Jr. maneja con habilidad y recursos un material explosivo y consigue que los mejores momentos de la película sean, curiosamente, los más tranquilos, los que le enfrentan cara a cara al malo malísimo (un inquietante Mark Strong, espléndido en Red de mentiras), los que le llevan a un tú a tú chispeante con su Watson o los rifirrafes cargados de electricidad con su amada y siempre esquiva ladrona de cuello blanco.

Por desgracia, este Sherlock Holmes travieso y descarado, más gamberrete que insolente, pierde los papeles cuando se aleja de ese retrato de un ser obsesivo, imprevisible y cortante como un cuchillo dentado. La trama detectivesca es muy, muy, muy pero que muy convencional (¡otro fulano que quiere dominar el mundo con órdenes secretas y trucos «sobrenaturales» no, por favor!), las deducciones de Holmes hubieran sonrojado a Conan Doyle y la resolución del tinglado, ciertamente espectacular, no deja de ser un alarde digital con el que construir un Londres victoriano donde coreografiar peleas escasamente creíbles. No siendo una obra que derroche momentos impactantes (la pelea en los astilleros con un buque en construcción es lo más vistoso, pero sin pasarse), Sherlock Holmes se queda en tierra de nadie como espectáculo de aventuras con look neomodernillo de tufillo jamesbondiano y como rehabilitación sarcástica de un icono de la cultura popular. Y aunque el balance final sea entretenido, la propuesta es tan elemental que ya huele a olvido.