Pese a las aparentes grandes diferencias, las razas humanas son un criterio de clasificación bastante menos relevante de lo que a primera vista puede parecer. Es obvio que todos pertenecemos a la misma especie porque dos individuos de cualquier raza pueden tener descendencia fértil. Pero aunque es posible distinguir morfológicamente y a simple vista las razas (incluso examinando su esqueleto) no es tan sencillo encontrar distinciones acudiendo al mapa genético. Los científicos creen que la diferencia es fruto de una adaptación genética al entorno. La realidad de las razas responde más a un lento proceso de selección por el cual los individuos con mejores «herramientas» para adaptarse a un territorio y a un clima lograban una mayor supervivencia y más éxito reproductivo.

Pese a que el hombre mantiene enquistadas actitudes racistas (las hay en todos los pueblos, sea cual sea su condición), lo cierto es que científicamente se trata de un criterio tan estúpido como discriminar a quienes tengan los ojos claros o cierto color de pelo. Por ejemplo, todos tenemos en nuestros ancestros un antepasado de piel oscura. De hecho, los primeros humanos eran de «raza negra». Cuando la humanidad comenzó a expandirse desde África (hace unos 100.000 años) comenzó a variar el color de la piel. La razón está en la vitamina D, que se encarga de disponer el calcio en los huesos. Para que pueda llevarse a cabo esta función, es necesaria luz ultravioleta. Sin embargo, demasiada luz ultravioleta puede producir un exceso de vitamina D. Es por eso que en las zonas con mucha luz la piel se oscurece debido a la melanina, para así regular la incidencia de rayos ultravioletas. En las zonas con escasa luz, la piel se aclara para aprovecharla al máximo. Hay una paradoja curiosa: los esquimales. Residen en una zona con muy poca luz pero su piel es oscura. La razón es que logran el aporte de vitamina D gracias a su dieta rica en pescado.