Noche y día carga con dos serios problemas para alegrarte el día. El primero se llama Tom Cruise: qué poca gracia tiene. Da igual que ponga muelles en los labios para sonreír sin desmayo, da igual que haga el payaso en las escenas de acción (¡otra persecución de coches no, por favor!), da igual que se ría de sí mismo y de sus misiones imposibles. Cruise sacó lo mejor de sí mismo en papeles desgarrados o cínicos (Nacido el 4 de julio, Collateral, Magnolia), pero como comediante no da la talla. Y, además, ya no es el treintañero al que le puedan quedar bien las acrobacias desmelenadas. Por primera vez empieza a notarse el peso del tiempo y su presencia en productos como éste empieza a ser contraproducente para ganarse al público joven. El segundo problema es el guión: de pena. Quizá la idea original, antes de que metieran mano productores y estrellas, valía algo y se acercaba al tono de ligera elegancia e inteligente brillantez de Con la muerte en los talones, pero lo que se ve en pantalla es un refrito con aceite de olvido de cientos, qué digo cientos, miles de películas parecidas con espías invulnerables, inocentes usadas como parapeto, conspiraciones para hacerse con piezas de incalculable valor (aquí una batería que dura y dura y dura...) y mucho cambio de escenario para darle un toque cosmopolita al tinglado.

Con semejantes lastres en las manos, James Mangold (un director que ya demostró que sabe lo que se trae entre planos cuando le dan buen material, véase su espléndido Tren de las 3.10 o su inmensa opera prima, Heavy) hace lo que puede, que es muy poco, porque la papeleta podría haberla resuelto cualquier director de tercera categoría sin que se notara la diferencia, aunque, al menos, hay que agradecerle que no recurra al montaje enloquecido habitual y ruede las peleas y demás con un prudente toque clásico, sin moderneces de saldo.

¿Queda algo a flote en esta bufonada que intenta parodiar sin éxito lo que dio el ídem económico a Cruise? Sí: Cameron Díaz. Su papel es inconsistente, vale, pero ella es lo único con cierto encanto de este barullo de idas y venidas, carreras y corridas. La madurez ya se ha asentado en su cara y pide a gritos que le empiecen a dar ya los papeles en los que pueda desarrollar un talento que salta a la vista.

Aunque la obliguen a lucir tipo en alguna escena sin venir a cuento, aunque tenga que poner carita de «oh, qué guapo eres, Tom», aunque tenga que montarse en motos a pegar tiros ridículos, aquella aparición deslumbrante de La máscara se ha convertido en una actriz hecha y derecha, y a ella le pertenecen los mejores momentos, aquellos en los que el exabrupto cómico (corramos un estúpido velo sobre los Sanfermines por las calles sevillanas) se relaja y deja paso a un cauto tono de comedia romántica, levemente melancólica, con el engaño y el desengaño como hilo de seda que une y separa a la pareja protagonista.