Oviedo,

Elena FERNÁNDEZ-PELLO

Entre los veinticuatro españoles que podrán solicitar las indemnizaciones aprobadas por el Gobierno para compensar a los afectados por la talidomida, un fármaco que se recetaba a las embarazadas a finales de los años cincuenta para aliviar las náuseas y que causaba terribles malformaciones en el feto, hay un asturiano. Ayer comenzó el plazo de presentación de las solicitudes y Rubén Martínez Menéndez, nacido en Oviedo en 1961, dispone hasta el próximo 30 de septiembre para tramitar la compensación que le corresponde. Más que económica -de entre 30.000 y 100.000 euros, a calcular según el grado de discapacidad- para él supone una satisfacción personal, dice, por el reconocimiento de una tragedia médica de dimensiones incalculables que, durante años, las autoridades sanitarias se empeñaron en negar.

El de Rubén Martínez es un caso prototípico. Su madre, Isolina Menéndez, acudió al médico para intentar aliviar su estado de nerviosismo durante los primeros meses del embarazo. Un médico de Oviedo le recetó talidomida. Rubén guarda la receta y el frasco de pastillas como prueba de que aquí, en España, los facultativos administraban ese fármaco, algo que, se lamenta, se negó durante décadas. Isolina interrumpió la medicación cuando escuchó por la radio que la talidomida era peligrosa para el feto. «Y luego se destapó todo», apostilla su hijo.

Rubén Martínez nació en casa, en una vivienda del barrio ovetense de Pumarín. Le contaron que «cuando la matrona vio lo que había me envolvió las manos con unas vendas o una toalla mientras mi madre le preguntaba si todo estaba bien». Las pruebas de diagnóstico fetal corrientes hoy en día no se aplicaban entonces e Isolina vivió con angustia su embarazo, sin saber qué daño habría causado a su hijo la talidomida. El niño nació con problemas en las extremidades superiores. «Me faltan los pulgares y no tengo osificación en las muñecas», explica. Tiene un brazo más corto que el otro y problemas digestivos.

Y a pesar de todo, Rubén salió adelante y su biografía, dejando aparte el episodio de la talidomida, podría ser la de cualquiera. «No me marcó, me integré completamente en el colegio, jugaba con los compañeros...», refiere, y ya adulto se casó, se divorció y trabaja como conductor de furgones para una imprenta. Ayer relataba su historia a LA NUEVA ESPAÑA en un bar de Lugones, donde reside actualmente disfrutando de una cerveza fresca y ojeando el periódico, en compañía de «Roco», el yorkshire terrier que comparte con una ex pareja y del que se hace cargo los fines de semana y en las vacaciones. A día de hoy, comenta, más allá del reconocimiento del error cometido y las compensaciones económicas, «lo que más alegría ha causado a mi madre (que ya ha cumplido los 80 años) fue ver que podía defenderme en la vida por mí mismo».

El Consejo de Ministros aprobó el pasado mes de julio un decreto que regula la concesión de indemnizaciones a los afectados por la talidomida, gestionadas por el IMSERSO, el Instituto de Servicios Sociales, y que podrán solicitar quienes hayan superado el examen clínico encargado por el Ministerio de Sanidad al Instituto Carlos III: 24 personas en toda España.

La cifra es ínfima comparada con las estimaciones sobre el número de afectados. Desde la Asociación de Víctimas de la Talidomida en España (Avite) se habla de cerca de tres mil bebés enfermos, muchos de los cuales fallecieron, en algunos casos sin haber sido diagnosticados, a las pocas semanas de nacer. Las reivindicaciones de esa organización van más allá de las indemnizaciones económicas, de la creación de una unidad médica de referencia a la subvención completa de las prótesis, entre otras reclamaciones.